Estoy en el campo. En un pueblo paisano de bombacha, rastra y facón, en un pueblo que carga el peso de toda una historia nacional. Dulcemente, me envuelve el silencio de una siesta religiosa.
Pero. Estoy en el campo, con un grupo de estudiantes de un colegio bilingue (léase la diéresis, por favor) cuya profesora de Lengua tuvo la irracional idea de hacerles leer "Don Second Shadow".
El micro gira y gira (hasta las náuseas), alrededor de la plaza principal, recorriendo los museos que celebran la patria que, para algunos pocos estúpidos, tuvo, además del pueblo original, la semilla bárbara del gaucho de trabajos pesados, de piel curtida, de dedos anchos, de sombrero calado y frente ancha, de sabiduría natural y autodidacta. La presencia del prototipo gauchesco parado en una esquina pintoresca genera una conmoción "¿Guarisdat?". Es un argentino.
Cruzamos el río (que en nuestra obra Fabio Cáceres cruzó) hasta La Blanqueada, la pulpería de la novela. Se desmenuza en vitrinas el último grito de la moda gauchesca y se exponen los enseres necesarios para la labor cotidiana del hombre de campo: la cincha, las espuelas, el recado, las sogas, el mate.
Todo ante la mirada abúlica de los alumnos que me atosigan con preguntas: "Cuando nos vamos" "Falta mucho".
Y me vuelvo, che, escuchando en el micro "Si no hay triki triki...".