Silvia se apoyó sobre el hombro de su padre y comenzó a llorar. El padre, magnánimo, principesco, le daba golpecitos en la cabeza, fuertes pero consoladores.
Silvia no podía hablar. Le temblaban las manos y le lloraba la nariz. Enjugaba los mocos y sus ojos parecían recordar. Así, recomenzaban sus guturales sonidos, máxima expresión de su pesar.
La madre de Silvia observaba la escena con la cara mortificada. "¿Qué estará tramando ésta ahora?", pensaba.
Silvia dejó su aureola en la camisa del padre y subió a su cuarto. Se encontraba atenazada por la duda. ¿Habría surtido efecto su actuación? ¿La importunarían ahora con preguntas que no sabría cómo responder? Tendría que inventar algo rápido y creíble para sortear el interrogatorio.
Abajo, la madre había retomado sus tareas, resentida contra el padre permisivo que no había reprimido el espíritu libertino de la hija. Pero él, compañero, amigable, se le acercó. Ella, acostumbrada a obedecer por alojamiento y comida, le preguntó si quería llevarle algo para comer.
"No me jodás", contestó, "vamos a la cocina a ver el partido".
No esperaba esa respuesta, "vamos a ver el partido" muy original.
ResponderBorrar