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Hace un tiempo la manera más efectiva de introducir a los jóvenes en la fantasía de un mundo mejor, de una justicia efectiva, de una gloria nacional, de la belleza, el amor, la fraternidad, la paz, eran los cuentos folclóricos, populares, anacrónicos, memorables. Enseñanzas, mensajes, estilos de vida, valores, todo se reflejaba en aquellos cuentos que se transmitían oralmente y de los que nadie podía escapar. Incluso la persona más lega había oído y conservaba en la memoria alguna de esas historias. El poder de aquellos pequeños discursos repetitivos y formulistas residía, justamente, en la imposibilidad de olvidarlos.
Hoy, la actualidad nos depara otras formas más veloces de aspirar a la paz y la felicidad. Hoy, todos tenemos la posibilidad de construir nuestro propio cuento tradicional. Hoy, nuestro mundo se actualiza al apretar una tecla, se guarda en una carpeta, se conserva en memorias virtuales; nuestras ideologías se plasman en una pantalla. Ya no hay una única princesa a la que le sucede el milagro. Cada uno de nosotros se transforma hoy en un cuento. Por eso, ya no se conserva la costumbre de la lectura. Por eso, estamos tan pendientes de nuestro contacto con el mundo global. Al masificarse el protagonista del relato tradicional, su valor se dispersa. Ya no hay héreos o antihéroes, ahora hay nicks, usernames, avatares, fakes, nadie es o existe, nadie está realmente. El cuento tradicional muere para darle paso a la falsificación de uno mismo. Ya no se alcanza la gloria a través del otro, sino a través de la autocreación, del rehacerse a uno mismo, reinventarse como protagonista de su propio relato folclórico.

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