viernes

Los Demonios (el capítulo que Dostoievski se comió)

Shátov salió del estanque gargajeando un poco de moho y alguna que otra ranita. Sentía un espantoso dolor de cabeza; se tocó la frente y encontró el agujero. Era ancho y, evidentemente, profundo; pero, por suerte, no letal. Debería verse en un espejo.
Se preguntaba qué mamerto había atado las piedras (que, sin ayuda de ningún elemento cortante, se habían soltado apenas tocaron el lecho de aquella inmunda charca).
También le preocupaba si María Shátova ya se habría despertado y si la criatura, recién nacida, estaría chillando como un chancho.
Tendría que apresurarse porque le había dicho a María que sólo saldría por un momento.
Si bien estaba un poco mareado por el impacto, rápidamente logró orientarse y llegó a su casa. María y el pequeño dormitaban. Sólo se escuchaban los pasos de Kirílov que, como de costumbre, recorría su cuarto de un lado a otro.
Se sentó, con sumo cuidado, junto a su esposa y estuvo observándola hasta que el ruido de la tabla, por donde entraba Fedka el presidiario, lo sacó de su ensimismamiento. ¿Se le habrían agudizado los sentidos? Oyó (aunque era imposible) el murmullo de la conversación entre Kirílov y Piotr Stepánovich. Prestó atención pero no descifraba palabras.
De pronto, escuchó un disparo. Kirílov se había suicidado después de tanto pregonarlo. Y Piotr, seguramente satisfecho con los resultados, abandonó el lugar utilizando la salida del ya muerto delincuente.
Pensó que, efectivamente, los denunciaría. Shátov denunciaría al quinteto.
En ese momento, María Ignátievna le tocó el brazo y la criatura comenzó a chillar como un chancho. Ella le ordenó ásperamente que acomodara su almohada y que alzara al bebé. Y Shátov se sintió afortunado. Al verlos, María sonrió.
Shátov, por fin, era feliz. Después de tres años de abandono, otra vez tenía a su esposa; ahora era padre, aunque no biológico. Y, encima, pronto sería soplón.

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