En realidad, no tengo que explicarle nada ni pedirle perdón a nadie, más que a mí misma.
No soy antipática, soy tímida. Si no saludo, hago un rodeo enorme de cuadras para no cruzarte, no es porque no te soporte sino porque no quiero enfrentar ese momento. Me niego totalmente a generar esa conversación infructuosa. Si no voy a esa fiesta, es porque sé que, de cualquier forma, siempre llego muy temprano o muy tarde. Y, en el primer caso, me muero de vergüenza y en el segundo también. Si no te enfrento, si no me quejo, si no peleo, es porque me da vergüenza. Porque de repente siento que toda la cara me estalla de calor, que mis manos sudan y crecen mis orejas. Principalmente, porque siento que me faltan las palabras y no puedo pensar.
He pasado por soberbia, por antipática, por antisocial. Pero no son esos defectos que yo posea. O sí. Pero, con seguridad, el germen de todos ellos es esta imposibilidad de ser yo en el mundo.
Muchas veces me encuentro pensando en la cantidad de vidas que podría haber recorrido sin esta tara. Añoro un yo que es imposible de construir. Es esta actitud perdedora la que, obviamente, me direccionó hacia el fracaso. O, en realidad, a realizar un análisis poco esperanzador de mis triunfos.
La timidez debería ser considerada madre de muchos horribles defectos: el perfeccionismo (el yo permanece en un plano ideal difícil de alcanzar), la envidia (el otro puede ser y actuar a su antojo a diferencia de nosotros), la comparación (el tímido pone, por encima de su placer, la mirada del otro), la soledad, la desconfianza, la misantropía. A su vez, el tímido, tan silencioso e imposibilitado de llevar a cabo una exposición, pasa por estúpido, por corto.
Y la verdad es que los tímidos solo tienen miedo de ser, ante los demás, todo lo que concluyen por parecer. Tenemos.
Lindo
ResponderBorrar