miércoles

Elemental

Todo nos resulta elemental después de haber leído la resolución. Por eso, a veces se nos ocurre que la vida sería más justa si viniese con una última página de soluciones. De esa manera, uno tendría la posibilidad de hacerle trampa a las experiencias difíciles. O no, decidir reflexionar al respecto, resolver, fijarse en esa página y corregir. O no fijarse jamás y vivir pensando como encajar una palabra con otra para resolver, por ejemplo, el crucigrama de la conversación.

Pero no, la vida nos niega esa trampa. Hay que experimentar para aprender. Hay que aprender para actuar mejor en situaciones similares; aunque, si bien se repiten, no son las mismas. El eterno retorno viene tan disfrazado que resulta difícil reconocerlo.

viernes

El amor eterno existe (segunda opción)

Mi corazón se embriagaba y festejaba el amor como loco. Ella se acercó, me tomó de la mano y, apresurada, me arrastró hasta la plaza del Garraham. Allí me besó, sin vergüenza, como si me hubiese extrañado, como si no hubiesen pasado más de treinta años. Y la tenía enfrente, tan radiante, tan joven, y yo enfrente, tan viejo, tan gastado. Ese amor impetuoso, bullicioso, voraz, eterno, ¿podría revivir en este viejo?, ¿volverse joven el cuerpo marchito y recuperar las ansias de aquellos encuentros? No. Por eso, despejé el olor con una mano como quien sacude un rechazo.
Le acaricié el rostro limpio y me retiré.

miércoles

El amor eterno existe

El amor más pasional es el que uno siente en la juventud, cuando uno escribe cartas llenas de promesas, cuando uno piensa todo el tiempo en la persona amada, se desespera, adelgaza, engorda, siente que muere. Como, evidentemente, nunca muere, a no ser que uno sea capaz de llegar a ese extremo, y, además, uno puede volver a sentir lo mismo por otro aunque eso parecía imposible, la vida nos enseña que hay otro tipo de amor, más calmo, más fácil de sobrellevar y, por ende, más duradero. Podríamos decir también que es el verdadero.
Sin embargo, la memoria, tan selectiva, siempre tiene alguna imagen, olor o sonido para revivir esos primeros grandes amores. O el primero, mejor.
Duró solo dos años, pero dos años en la décima década de vida son una eternidad. Obviamente, ella era toda belleza e inteligencia y yo, en cambio, era un tarambana cabezón. Teníamos compañeros más atractivos que yo, más cancheros, más ganadores. Pero ella se fijó en mí. No sé por qué. Ni importó jamás. Nos veíamos después de clases porque durante el horario escolar nos manteníamos a distancia o nos molestábamos para disimular la necesidad de estar juntos. Y cuando íbamos de la mano, caminando por el Parque Ameghino o por el Garraham, no hablábamos mucho, cada tanto alguna cosita que nos hacía reír o nos dábamos besos que parecían inacabables. Y eso era todo, era suficiente. Era amor, aunque después yo mirara a otras chicas o me volviese loco alguna mujerota de la televisión.

Después, terminó. Ella empezó por hacerse negar cuando la llamaba por teléfono; nos reíamos menos cuando salíamos a caminar; nos besábamos con frialdad y rapidez, al pasar. Había muerto la pasión y, con la muerte de la pasión, también había llegado el final de la pareja. Pareja es un término demasiado pesado para ese noviazgo de chicos con curiosidad.
Al año, creo que en su caso antes, ya habíamos olvidado el tema y recuperábamos el tiempo. Otras personas, salidas, facultad, trabajo, profesión, familia. Todo dentro de unos cánones demasiado normales y formales, demasiada estructura que concluyó por coartar la libertad y anclarla a una sociedad que me aceptaba así. Había conocido ya el amor de la madurez y el amor de los hijos y creía que eso era suficiene.

Sin embargo, una tarde cualquiera (el tiempo de la madurez se escurre tan rápido y tan solapadamente que, a veces, uno siente que todos los días son iguales), caminando despreocupado hacia casa, me acorraló contra el pasado un olor, un perfume viejo, incansablemente sentido, adorado, añorado. La cuadra por la que andaba conservaba rémoras de ese pasado juvenil. Hasta las plantas, los automóviles, el tendido de cables, todo parecía una reminiscencia del pasado. Y entre todo esto, apareció ella, con sus dieciséis o diecisiete años. Joven y hermosa, como la recordaba. Ella era la que llevaba su antiguo aroma. Clavó sus ojos claros en los míos y oí que me nombraban con vergüenza y anhelo, como solía hacer ella en aquellos tiempos. Mi corazón pudo embriagarse y festejar como loco. Sin embargo, ella, con su pelo como hojas del otoño, pasó a mi lado, ensimismada; evidentemente, no me había reconocido. Y siguió de largo, dejando a su paso el último rastro de mi juventud y de aquel amor apasionado.


martes

Mierda

La comparación entre el razonamiento y el sistema digestivo no se me ocurrió a mí. ¡Qué mierda tengo en la cabeza!

Nos nutrimos de la observación, de las experiencias vividas, del análisis de las acciones propias y ajenas, de las reacciones ante los estímulos. Masticamos información, deglutimos argumentos, todo forma una masa ideológica y, finalmente, cagamos una conclusión.

Y, sin embargo, que alejada está de nosotros la realidad. Permanece remota e inmutable como si no quisiese ser asida, como si pretendiera de nosotros esa búsqueda incansable e infructuosa.
Dudo que exista hombre o mujer, más allá del filósofo y su continuo pensar, me refiero a un hombre o a una mujer cualquiera, que no se haya preguntado acerca de su existencia en el mundo, del por qué, del para qué, de su pequeñez y de su grandeza al mismo tiempo. Y, sin embargo, ninguno obtiene una respuesta contundente. Como nos sucede con el plato sabroso. Los sentidos todos lo disfrutan, principalmente el gusto. Pero, una vez devorado, el plato se transforma en un recuerdo, difícil de revivir.

Finalmente, llega la muerte que es cuando nos damos cuenta de que toda esta fábula no tiene por qué dejarnos ninguna enseñanza. Nacemos derecho a la muerte. ¡Y cuánto tiempo caminamos creyéndonos alejados de ella! Ese caminar que no cesa. Esa infructuosa manera de negar el tiempo. Un tiempo que creemos controlado en números. Y nos creemos inmortales, escapándole. Nos matan, nos asesina una enfermedad, la debilidad de nuestra carne, se van nuestros amigos, nuestros padres. Se despiden los hijos. Los hermanos.

Y si me pregunto qué tiene que ver el sistema digestivo con esto, solo puedo responder que entre tanta observación y tanta inteligencia creadora dando vueltas, las respuestas son una mierda.

Nosotros, los representantes

Soy consumidora de diversos servicios, pago por ellos. Servicios que deseo hasta que ya no me son útiles. Es mi derecho cancelar la prestación cuando ya no me satisface. Así que me cansé del servicio de televisión por cable e internet de una empresa cualquiera y decidí darlo de baja. Busqué la boleta, anoté el número. En la boleta aclaraba contundentemente que la baja debía ser dada en los primeros quince días del mes. Todo parecía estar en regla. Después de marcar cada uno de los números que se correspondían con mi necesidad y de escuchar una melodía que a los dos segundos me resultó odiosa, logré comunicarme. El "representante" que me atendió con mucha amabilidad, Daniel o Lucas, qué más da, me sugirió que reflexionara acerca de mi requerimiento, ofreciéndome un sinfín de planes y ofertas, innecesarios dada mi férrea voluntad de terminar la relación comercial que me unía con la empresa de mierda. Ante las reiteradas negativas, el "representante", de cuyo nombre no logro acordarme, me indicó que debía transferirme con otro "representante" del área encargada de convencerme de no dar de baja. En esos largos minutos en los que volví a enfrentarme con la musiquita, mi imaginación recreó la desesperación de todo un plantel de “representantes” ante la presencia de un ser indeseado que no requería más el servicio. Me imaginaba a Esteban o Marcos, o como se haya hecho llamar, corriendo pasillos, escaleras arriba y abajo, al grito de "¡Una baja!", buscando alguien capacitado para convencer a un espíritu enceguecido de su error. Así fue como me llegó la voz de una mujer, conciliadora, dulce; una chica joven, una “representante” idónea y convencida de la calidad del servicio. Le comuniqué mi pedido y, otra vez, tuve que escuchar la cantinela de ofertas y promesas vanas. No quiero. No quiero nada. ¿Hay algún conocido o familiar a quien quiera transferirle el servicio? No. Me pidió entonces el número de teléfono, un celular, el número de cliente, el nombre del titular... Y ahí encontró el hilo del cual tirar la pobre paciencia que empezaba a flaquear. “Como no es el titular, deberá enviar un mail con el asunto, el motivo por el cual, el número de cliente..” “¿Y si es el titular el que llama?” “También debería mandar el mail” “Estoy llamando desde el teléfono de línea del titular. ¿Pensás que me metí en la casa del titular para dar de baja el servicio de cable?” “De cualquier forma, para dar de baja, hay que enviar un mail” “Entonces, es una tomada de pelo. En la boleta no dice nada sobre mails”... En definitiva, la conversación fue larga, dura, violenta. Terminó cuando Daiana, de ella me acuerdo muy bien el nombre, respondió que cortaba la comunicación si continuaba con la agresión verbal y el griterío. Y cortó. Me hizo un favor. Ella no tiene la culpa de nada, es una empleada, la “representante” de unos hijos de puta que nunca van a dar la cara. El titular finalmente mandó el mail. Se dio de baja el servicio y se contrató otro para lo cual hubo que conversar, también infinidad de veces, con otros “representantes”.

domingo

Cuento Fantástico

Deseás escribir un cuento fantástico que no haya sido escrito antes. Leíste tantos y tan majestuosos. Analizaste, gracias a los grandes teóricos de este tipo de literatura, cada una de las técnicas de escritura. Y, sin embargo, no se te ocurre nada. Todo está dispuesto. Son ya las dos de la mañana. Tenés delante la pantalla de la computadora nula, ya que no hay manera de enganchar el wifi del vecino. Sin embargo, estás leyendo unos documentos sobre historia, que te interesan mucho, principalmente los que hablan sobre las grandes guerras o las pequeñas. Estás bebiendo café. Muy poco, en realidad, por el tema de la acidez. Además, te trajiste un poco de agua fresca para calmar el ardor en la boca del estómago cuando llegue. Siempre llega. No hace calor. Cada tanto sentís un extraño escalofrío, como si una pequeña corriente te atravesara la espina dorsal. Es la postura, te decís. Y tenés razón, porque, al acomodarte, sentís un cosquilleo en los glúteos. Sería mejor ir a dormir con tu mujer o acercarte a observar embelesado como respira tu hija en su cuna, acalorada por el abrigo de sábanas y colchas. Sin embargo, el sueño no llega, aunque sentís cierta pesadez en los ojos. Imaginás que, si te acostás, al instante tus ojos se acostumbrarían a la penumbra y observarías formas diversas; escucharías, con esa atención vivaz que solo permite el silencio, los ruidos de la noche, los insectos, las aves, el viento, los gatos. Hasta que se cierren los ojos involuntariamente, la vigilia sería una tortura. Mejor que el sueño venza. No obstante, las sombras de la noche invitan al descanso. O al terror. La soledad es más aterradora de noche, más patente cuando uno no puede dormir. Unos pasos en la vereda parecen correr, ¿será que hay alguien en peligro? Otro ruido. El de algo que golpea contra otra cosa sin que puedas identificar qué. Viene de arriba. De arriba de tu cabeza. Levantás la vista y te das cuenta de que un insecto golpea contra la lámpara de papel de arroz. Sentado frente a la computadora, sentís que estás perdiendo el tiempo. Unos golpes en la ventana te despabilan de esa modorra en la que casi te sumergís. Pensás que deberías haber cerrado la persiana. Tu casa está demasiado expuesta con las persianas levantadas. Quedás estático unos minutos, pero después te levantás y caminás hacia la puerta para ver por la mirilla. Nada. Te acercás a la ventana, corrés la cortina y nada. Escuchás con atención, pero no oís nada. Para erradicar el temor creciente, salís a fumar un cigarrillo al patio. La puerta hace un ruido que no se siente de día. Afuera, hace frío y el humo del cigarrillo deja estelas que ascienden por las escaleras, hacia la terraza. La luz de la luna es tenue, la cubre esa niebla de las noches sin suerte. El viento hace ondear los cables que atraviesan la casa y las hojas de las plantas que viven en tus macetas. En algunos lugares del cielo, la oscuridad va aclarándose. Podrías subir a la terraza y observar el amanecer sobre el barrio de casas bajas. El cielo, de a poco, va adquiriendo un celeste frío. De hecho, la temperatura descendió bastante. Podrías esperar a ver la claridad en su totalidad. Pero no, un sonido comienza a despertar al barrio. El cigarrillo se consume y es mejor entrar.