El amor más pasional es el que uno siente en la juventud, cuando uno escribe cartas llenas de promesas, cuando uno piensa todo el tiempo en la persona amada, se desespera, adelgaza, engorda, siente que muere. Como, evidentemente, nunca muere, a no ser que uno sea capaz de llegar a ese extremo, y, además, uno puede volver a sentir lo mismo por otro aunque eso parecía imposible, la vida nos enseña que hay otro tipo de amor, más calmo, más fácil de sobrellevar y, por ende, más duradero. Podríamos decir también que es el verdadero.
Sin embargo, la memoria, tan selectiva, siempre tiene alguna imagen, olor o sonido para revivir esos primeros grandes amores. O el primero, mejor.
Duró solo dos años, pero dos años en la décima década de vida son una eternidad. Obviamente, ella era toda belleza e inteligencia y yo, en cambio, era un tarambana cabezón. Teníamos compañeros más atractivos que yo, más cancheros, más ganadores. Pero ella se fijó en mí. No sé por qué. Ni importó jamás. Nos veíamos después de clases porque durante el horario escolar nos manteníamos a distancia o nos molestábamos para disimular la necesidad de estar juntos. Y cuando íbamos de la mano, caminando por el Parque Ameghino o por el Garraham, no hablábamos mucho, cada tanto alguna cosita que nos hacía reír o nos dábamos besos que parecían inacabables. Y eso era todo, era suficiente. Era amor, aunque después yo mirara a otras chicas o me volviese loco alguna mujerota de la televisión.
Después, terminó. Ella empezó por hacerse negar cuando la llamaba por teléfono; nos reíamos menos cuando salíamos a caminar; nos besábamos con frialdad y rapidez, al pasar. Había muerto la pasión y, con la muerte de la pasión, también había llegado el final de la pareja. Pareja es un término demasiado pesado para ese noviazgo de chicos con curiosidad.
Al año, creo que en su caso antes, ya habíamos olvidado el tema y recuperábamos el tiempo. Otras personas, salidas, facultad, trabajo, profesión, familia. Todo dentro de unos cánones demasiado normales y formales, demasiada estructura que concluyó por coartar la libertad y anclarla a una sociedad que me aceptaba así. Había conocido ya el amor de la madurez y el amor de los hijos y creía que eso era suficiene.
Sin embargo, una tarde cualquiera (el tiempo de la madurez se escurre tan rápido y tan solapadamente que, a veces, uno siente que todos los días son iguales), caminando despreocupado hacia casa, me acorraló contra el pasado un olor, un perfume viejo, incansablemente sentido, adorado, añorado. La cuadra por la que andaba conservaba rémoras de ese pasado juvenil. Hasta las plantas, los automóviles, el tendido de cables, todo parecía una reminiscencia del pasado. Y entre todo esto, apareció ella, con sus dieciséis o diecisiete años. Joven y hermosa, como la recordaba. Ella era la que llevaba su antiguo aroma. Clavó sus ojos claros en los míos y oí que me nombraban con vergüenza y anhelo, como solía hacer ella en aquellos tiempos. Mi corazón pudo embriagarse y festejar como loco. Sin embargo, ella, con su pelo como hojas del otoño, pasó a mi lado, ensimismada; evidentemente, no me había reconocido. Y siguió de largo, dejando a su paso el último rastro de mi juventud y de aquel amor apasionado.
Muy Lindo
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