domingo

Cuento Fantástico

Deseás escribir un cuento fantástico que no haya sido escrito antes. Leíste tantos y tan majestuosos. Analizaste, gracias a los grandes teóricos de este tipo de literatura, cada una de las técnicas de escritura. Y, sin embargo, no se te ocurre nada. Todo está dispuesto. Son ya las dos de la mañana. Tenés delante la pantalla de la computadora nula, ya que no hay manera de enganchar el wifi del vecino. Sin embargo, estás leyendo unos documentos sobre historia, que te interesan mucho, principalmente los que hablan sobre las grandes guerras o las pequeñas. Estás bebiendo café. Muy poco, en realidad, por el tema de la acidez. Además, te trajiste un poco de agua fresca para calmar el ardor en la boca del estómago cuando llegue. Siempre llega. No hace calor. Cada tanto sentís un extraño escalofrío, como si una pequeña corriente te atravesara la espina dorsal. Es la postura, te decís. Y tenés razón, porque, al acomodarte, sentís un cosquilleo en los glúteos. Sería mejor ir a dormir con tu mujer o acercarte a observar embelesado como respira tu hija en su cuna, acalorada por el abrigo de sábanas y colchas. Sin embargo, el sueño no llega, aunque sentís cierta pesadez en los ojos. Imaginás que, si te acostás, al instante tus ojos se acostumbrarían a la penumbra y observarías formas diversas; escucharías, con esa atención vivaz que solo permite el silencio, los ruidos de la noche, los insectos, las aves, el viento, los gatos. Hasta que se cierren los ojos involuntariamente, la vigilia sería una tortura. Mejor que el sueño venza. No obstante, las sombras de la noche invitan al descanso. O al terror. La soledad es más aterradora de noche, más patente cuando uno no puede dormir. Unos pasos en la vereda parecen correr, ¿será que hay alguien en peligro? Otro ruido. El de algo que golpea contra otra cosa sin que puedas identificar qué. Viene de arriba. De arriba de tu cabeza. Levantás la vista y te das cuenta de que un insecto golpea contra la lámpara de papel de arroz. Sentado frente a la computadora, sentís que estás perdiendo el tiempo. Unos golpes en la ventana te despabilan de esa modorra en la que casi te sumergís. Pensás que deberías haber cerrado la persiana. Tu casa está demasiado expuesta con las persianas levantadas. Quedás estático unos minutos, pero después te levantás y caminás hacia la puerta para ver por la mirilla. Nada. Te acercás a la ventana, corrés la cortina y nada. Escuchás con atención, pero no oís nada. Para erradicar el temor creciente, salís a fumar un cigarrillo al patio. La puerta hace un ruido que no se siente de día. Afuera, hace frío y el humo del cigarrillo deja estelas que ascienden por las escaleras, hacia la terraza. La luz de la luna es tenue, la cubre esa niebla de las noches sin suerte. El viento hace ondear los cables que atraviesan la casa y las hojas de las plantas que viven en tus macetas. En algunos lugares del cielo, la oscuridad va aclarándose. Podrías subir a la terraza y observar el amanecer sobre el barrio de casas bajas. El cielo, de a poco, va adquiriendo un celeste frío. De hecho, la temperatura descendió bastante. Podrías esperar a ver la claridad en su totalidad. Pero no, un sonido comienza a despertar al barrio. El cigarrillo se consume y es mejor entrar.

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