Mi corazón se embriagaba y festejaba el amor como loco. Ella se acercó, me tomó de la mano y, apresurada, me arrastró hasta la plaza del Garraham. Allí me besó, sin vergüenza, como si me hubiese extrañado, como si no hubiesen pasado más de treinta años. Y la tenía enfrente, tan radiante, tan joven, y yo enfrente, tan viejo, tan gastado. Ese amor impetuoso, bullicioso, voraz, eterno, ¿podría revivir en este viejo?, ¿volverse joven el cuerpo marchito y recuperar las ansias de aquellos encuentros? No. Por eso, despejé el olor con una mano como quien sacude un rechazo.
Le acaricié el rostro limpio y me retiré.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Ni onomatopeyas, ni interjecciones, ni palabras hirientes, ni pedanterías. Como si fueran mi papá.