Todas las mujeres después de dar a luz tienen la necesidad de narrar la experiencia infinidad de veces. Desconozco la intención, eso que yo también tengo la misma imperiosa necesidad. Quizás se relaciona con la fuerza descomunal y superadora que una descubre en una misma. Tal vez tenga que ver con uno de los tantos misterios que tiene la maternidad. Pero no estoy acá para avalar la pseudo teoría de que las mujeres tenemos mayor coraje para enfrentar este tipo de situaciones y menos aún para refrendar la idea de que existe tal cosa llamada instinto maternal.
Me habían dicho que era difícil, doloroso e, incluso, denigrante. Pero tuve nueve meses de absoluta paz para olvidar todos los temores. No sufrí mareos, vahídos, retortijones de estómago, solo un poquito de acidez al consumir ciertos alimentos que me traían acidez antes del embarazo. Engordé alegremente, disfruté de la impunidad que da la maternidad y me permití ser más hinchapelotas que en los días de civil. Algunos no me dejaron pero otros me malcriaron como debe ser. No estaba enferma, no corría riesgos, pero me encontraba cargando una pequeña vida, la más pequeña de la familia, una nena.
Los nueve meses pasaron despeinando melenas. Ni los noté. Pero los últimos días sentía que desde el cuello hacia abajo era una masa uniforme, difícil de arrastrar. Conservaba la agilidad, pero solo en la cabeza.
El curso de preparto había sido divertido, aleccionador en cierta medida y funcionaba como excusa perfecta para salir de casa una vez comenzada la licencia. Sin embargo, desde el momento en que la explicación de lo que era una contracción no me había quedado clara, supe que no sabría reconocerlas. De hecho, la que daba las clases dijo: "Van a tener miedo de no reconocer las contracciones, pero, no se preocupen, se van a dar cuenta". En efecto.
El trece de mayo de 2009, dos días antes de la fecha del parto, tenía turno con el obstetra, al mediodía. Encontró todo en condiciones, excepto porque tenía recién un centímetro de dilatación. Aunque la nena estaba en posición para salir disparada desde hacía varios días, la abertura no era suficiente para su enorme cabeza, además de que yo no sentía ningún dolor significativo. A casa. Se me ocurrió que, para alivianar la futura internación, podía disfrutar los últimos momentos de soledad caminando por Corrientes hasta casa. Son apenas 20 o 30 cuadras, pero fueron suficientes para agilizar el trabajo de parto.
Al llegar a casa, llamé a mamá para comentarle; inconscientemente sabía que el momento estaba latente y quería darle algunas señales para que se fuera preparando. La única persona sincera con respecto al parto había sido mi vieja. Sus palabras, a veces un poco cruentas y siempre desoladoras, me habían concientizado con respecto a lo traumático de la experiencia. Depende, por supuesto, de cada estructura psíquica. La verdad es que se trata de una experiencia que no puede ser tomada a la ligera, por los que rodean a la madre y por ella misma. No es, tanto desde el punto de vista físico como mental, un juego en el que pueda engancharse cualquiera. En definitiva, no le dije nada a mi viejita, aunque sentí que ella había entendido el mensaje.
Pasaron, como mucho, dos horas desde el llamado y empezó el dolor. Al principio fueron puntadas en la zona baja del vientre, como si me estuviera haciendo caca. Débiles, pero persistentes. Por suerte, en ese momento llegó el padre de la criatura que hizo lo imposible para tranquilizarme. El dolor se fue haciendo más agudo y fue subiendo hasta clavárseme en la boca del estómago. Sentía como si toda la enorme panza, o lo que estaba dentro de ella, se estirara, aunque el espacio seguía siendo el mismo. Además, sentía que entre los huesos de la cadera se me instalaba un aparato para ensanchar los huesos que me hacía ver las estrellas. Ahí fue cuando llegó, con un patito de goma para el baño, la mamá del padre de la bestia que me calcinaba las entrañas. Hay fotos que recuerdan la locura del momento.
Es difícil explicar el dolor. Eso sí, no había forma de aliviarlo. Me sentaba en el piso, en la cama, me bañaba, me fumaba un cigarrillo a escondidas. Nada. Así llegaron las 23. Como el dolor era imparable, decidimos ir a la clínica. La médica de guardia me indicó que el parto era inminente, pero que todavía no había roto la bendita bolsa. Llamaron al médico, a la partera y me prepararon para ingresar a la sala de parto.
Primero, era necesario forzar la ruptura de la bolsita, por lo que la partera me recostó en una camilla y con las piernas abiertas y con unas pinzas abrió una canilla interna de un líquido abundante y caliente. Luego, como pude, caminé hasta la silla donde iba a tener a mi hija. Nunca supe si se trataba de una camilla cuyo respaldo se elevaba o una silla cuyo respaldo se reclinaba, pero el obstetra vendía la experiencia como "el parto en silla", así que de esa forma me gusta llamarla: la silla. A decir verdad, se parecía más a una camilla.
Una vez rota la bolsa, el dolor menguó pero la salida de la niña se aceleró. Como un león atrapado por una red, la cabecita pujaba por escapárseme a través de las piernas. Recostada, con ambos pies colgando de dos arneses, con el padre a la derecha, un poco hacia atrás, la partera prácticamente encima de mi costillar, con el obstetra hurgándome la entrepierna, pujar fue una obviedad. No tuve ni que pensar. Eso sí, todas las recetas que me habían brindado las clases de preparto me las pasé olímpicamente por el orto. Hice lo que pude en el momento que pude. No había mucho tiempo ni ganas de pensar si estaba contando, si estaba respirando o si tenía ganas de gritar o de cagar, porque la verdad es que sentía que el parto se asemejaba demasiado al proceso de sentarse en el inodoro para aliviar el vientre. Cuando le comenté al médico la sensación, con sumo pudor, él me tranquilizó diciendo que ese era el puntapié inicial. No grité, en ningún momento. Mis sonidos parecían el ronroneo de una bestia endemoniada, guturales, roncos, pero no alaridos como los que se podían escuchar desde una habitación contigua.
A los dos o tres pujos, la cabeza de la nena ya estaba afuera. El doctor me había hecho una pequeña incisión en los labios inferiores para que no hubiese desgarro. Y no lo sentí. Me cortó con unas tijeras la vagina y no lo sentí. Como tampoco sentí el remiendo sin anestesia que hizo posteriormente. Es que la zona está insensibilizada por otras preocupaciones.
Después de haber visto la cabeza, pujé dos veces más, el doctor la ayudó a contorsionarse, a girar los hombros para que pasen de a uno, y la nena salió enterita. Había estado demasiado tiempo adentro y tenía una vuelta de cordón umbilical en el cuello por lo que la primera imagen que tengo de ella es de terror: era una masa sanguinolenta, verdosa, azul, una rata flaca, larga, con pelos increíblemente negros y duros, en la cabeza, pero también en la espalda y en los brazos.
Se la llevaron y el padre la siguió. A mí todavía me quedaba expulsar la placenta que nos había unido con la beba y ser cosida. Pero eso no era nada. Mi principal trabajo había concluido. Si bien tuve que pujar, al médico le quedó la increíble tarea de tirar del sobrante de cordón que me había quedado dentro. Me recosté y me dejé hacer.
El padre, con una o dos lágrimas en los ojos, la trajo al rato y ya era mi bebé presentable. Una laucha limpita.
Concluyeron así los nueve meses de licencia. Empezaban los verdaderos conflictos.
lindísimoooooooo, tal cual ocurre en la vida mismaaa.
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