sábado

El viaje del caracol

El caracol es un molusco gasterópodo pulmonado pero eso él no lo sabe. Él conoce de hojas, de pasto, de rocío, de animales peligrosos, de caminar lentamente, aunque algunos le llamen arrastrarse. No conoce de apuros y disfruta del día y de la noche ya que para él no hay tiempo indicado con números horribles.
En mi jardín de la infancia, vivían tres caracoles a los que nunca les puse nombre porque eran muy parecidos. En muchas ocasiones, quise investigar sus costumbres pero siempre concluyó por vencerme el aburrimiento.
Cuando me acercaba a cualquiera de ellos, hacía crecer sus antenas y los otros dos aparecían por los alrededores, como si se estuviesen aprestando para la defensa.
Jamás se me ocurrió encerrarlos porque imaginaba una vida denro de un tarro o una pecera y me sofocaba.
Sigo. Se cuidaban entre ellos, aunque el resto del día estuviesen separados, alejados, cada uno pegado a su hojita, a la pared verdosa que habían elegido o en cualquier hueco húmedo.
Una vez, uno de ellos, cualquiera de ellos, desapareció durante un tiempo. Fue una semana, quizás un poco más. Los otros mantuvieron sus costumbres como si siempre hubiesen sido dos.
Y así fue como se me ocurrió esta historia, en un intento por explicar o justificar dicha desaparición.
El caracol, cansado de la monotonía y el contexto inmutable, decidió viajar. Evidentemente, la idea de viaje en un caracol es muy diferente a la que tenemos nosotros. Ni siquiera cruzó la calle.
La primera parada fue en el jardín del vecino cuyo cerezo asomaba sus ramas a la calle. El problema es que el árbol atraía a un número contundente de mirlos que se encargaban de picotear las hojas y al caracol que estaba sobre una de ellas.
Decidió escapar de aquellos pájaros negros y se dirigió al jardín siguiente. Allí se encontró con unas plantas muy apetecibles. Pero dicho edén, que crecía de manera irregular tal cual ordenaba la madre naturaleza, estaba ya gobernado por un vinagrero o cárabo dorado, como le llaman los médicos. Y ese bicho es, de por sí, un enemigo acérrimo del caracol que no dudó en huir velozmente del lugar.
Le siguió el jardín más espectacular de la cuadra, casi un laberinto de distintas especies planeado por un arquitecto, un amante de la botánica. Pero este señor tanto quería a sus plantas que odiaba a todo insecto, gusano, bicho, bicharraco y demás que las afease. Por lo tanto, utilizaba cualquier producto insecticida venenoso que pudiese terminar con las plagas sin hacer daño a su hermosas flores palaciegas. Así que el caracol, apenas hubo pisado el terreno comenzó a sentir los vahídos propios de las sustancias tóxicas. Incluso las plantas que había probado sabían diferentes de todas las anteriores.
Así que siguió su camino e ingresó en el último jardín de la manzana. Dentro, vivía una anciana que había descuidado el lugar. Las plantas agonizaban en macetas, pudriéndose a la sombra o quemándose al sol. Pocas tenían verde y las que lo conservaban aún presentaban el tinte marrón en las raíces propio del cese completo de la vida. Una tristeza.
Finalmente, después de aquella vueltita, el caracol volvió a casa, a sus amigos caracoles que ni se inmutaron con su regreso como si siempre hubiesen sido tres.

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