martes

Perú (2°Parte)

Un buen día dejamos Miraflores y marchamos al Cosqo.
Allí, fuimos felices. No sé si es posible hacer una descripción del lugar puesto que es de una belleza inmaterial. Hay algo en el aire, en las construcciones. No sé. Hay dolor, hay sumisión, pero también quedan restos de la fuerza de un pueblo capaz de construir una ciudad en las alturas. Las palabras me fallan, no sé cómo explicar el arrobamiento, el éxtasis.
Nos alojamos en un hotel que tenía un patio con un aljibe primoroso. Y recorrimos en un par de días toda la ciudad, con sus calles de adoquines sin vereda, altas, bajas, iglesias, monumentos, mercados. Fiestas con mucha música, mucho alcohol, mucho color.
Después de algunos días, emprendimos la marcha hacia Machu Picchu. Como no habíamos pagado el camino del Inca que es la travesía para turistas, decidimos hacer un camino alternativo del que nos charló un turista francés. Los europeos vienen a América a hacerse matar. Deben estar tan aburridos que buscan trascender a través de las desgracias de estos países incivilizados. Se llevan grandes chascos. La amabilidad y liberalidad de los pueblos sudamericanos es inmensa.
El tema es que le hicimos caso al franchute y nos embarcamos en una travesía increíble.
Salimos de Cusco temprano, en un micro que nos llevaría hasta un pueblo llamado Santa María o Santa Marta. Si el viaje en avión me había causado temor, este fue infinitamente superior. La odisea nos llevó casi un día; las carreteras se enredaban entre las montañas; el micro coleaba sobre los precipicios. En determinado momento, el bondi no pudo avanzar por el peso y los hombres debieron seguir el trayecto a pie, escalando, corriendo. Entre la falta de aire por la altura y el asma, mi compañero dejó en ese viajecito el corazón.
Al llegar al pueblo, nos subimos a un jeep, con otros turistas que querían también llegar a las ruinas sin gastar fortuna. Esa camioneta, que funcionaba con colectivo, nos dejó en la entrada de una toma de agua o algo así, ya no recuerdo, junto a las vías del tren que tenía su estación en Aguascalientes, el pueblo que está debajo de Machu Picchu. Empezamos a caminar, sin tener mayor idea de hacia donde debíamos dirigirnos. No era difícil, debíamos simplemente seguir las vías del tren. A uno de los costados, aunque nunca era el mismo costado, se escuchaba el agua correr raudamente.
El problema comenzó cuando se fue la luz. Llegó la noche y no contábamos con más linterna que la pantalla de la cámara de fotos a punto de quedarse sin pilas. Avanzábamos a tientas, sintiendo todo el tiempo el murmullo del agua a uno de los costados, atravesando puentes que no podíamos ver o escuchando ruidos extraños que magnificaban el terror. En determinado momento, el ruido extraño se transformó en pitido ensordecedor y nuestra lucecita se opacó con el potente foco del tren que avanzaba hacia nosotros sin vernos.
Habiendo superado el temor y la soledad, llegamos a una casa, en las afueras de Aguascalientes. Un paisano salvador nos guió con su linterna todo el trecho que faltaba.
Dormimos en Aguascalientes, un pueblo muy paquete, sumamente ideado para la llegada de los visitantes. A la mañana siguiente, pagamos el micro, el ingreso a las ruinas y alguna otra cosita que seguramente no recurdo. Saladito.
Parecía que habíamos concluido la meta del viaje y este había llegado a su fin.

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