Va a sonar a perogrullada, pero ser padre es una tarea muy difícil. Como la de minero, uno se introduce en una cueva oscura con una pequeña linterna que son las experiencias narradas pero que de nada sirven ante lo ignoto que cada curva o vida representa. Ahora, de esa cueva se pueden extraer piedras preciosas, materiales nobles. O también, uno puede picar durante años en una piedra obsoleta, inviolable, inútil. Un hijo puede ser comparado con esa cueva. Qué sé yo.
A estas reflexiones infructuosas me llevaron unos amigos que tuvieron hace algunos cuantos años a su primera hija. Y última, por cierto.
No hay culpables en esta historia y tampoco hay final feliz, por lo menos no acá.
La hija de este matrimonio nació tan vistosa y tan perfecta que, en poco tiempo, fue reina sin haber sido princesa. Y así empieza el dilema. Si bien sus padres eran personas capaces y calculaban el daño, la niña no obtenía una negación como respuesta aunque su capricho implicara el extenuante sometimiento de sus progenitores a un sinfín de vejaciones.
Así fue como, un día cualquiera, el padre y la niña caminaban por una avenida cualquiera de la Capital Federal, pongamos Caseros, y a la endemoniada se le antojó una muñeca que se negaba tranquila en una vidriera. El padre quiso evitar las manchas púrpuras y el alarido de la criatura, porque encima de todo la niña tenía unas mañas ineluctables, entonces compró la muñeca, muy a pesar de su bolsillo.
No era un juguete cualquiera, tenía mucho cabello extrañamente dorado, un hermoso vestidito rosa y dos ojos alelados, casi humanos, que se abrían y se cerraban a medida que su dueña la meciese. Era un primor y supongo que eso encabronó a la tirana que, al poco tiempo, le había dejado la mollera como una bola, los ojos inutilizados y le había escrito en todo el cuerpo un sinnúmero de mensajes indescifrables, evidentemente demoníacos.
El padre, pobre hombre, tratando de remediar el horror y la pérdida, decidió vender la muñeca a una casa de restauración de juguetes, aunque nunca recuperó ni remotamente lo invertido. Por otro lado, la nena ni se mosqueó por la desaparición, tan acostumbrada como estaba a suplir una cosa por otra y a que nada tuviese un valor y menos simbólico.
Y aunque debería terminar el relato porque la idea del perjuicio que los padres dóciles acarrean a sus hijos está expuesta, la historia no termina acá ya que, además de todo, parece que no existe tal cosa como la justicia poética y evidentemente la vida no conoce de leyes del Talión ni de ningún otro tipo.
Un tiempo después, olvidada por otras histerias la anécdota de la muñeca, la madre de la niña, siguiendo el camino trazado por el destino de madre sumisa y amorosa, iba caminando junto a su hija por una avenida cualquiera, podría bien tratarse de Monroe. A pesar de lo que podría esperarse, la nena ese día parecía satisfecha y feliz, que es lo mismo. Ya conversaba tan abiertamente que no tuvo problemas en comunicar que deseaba esa muñeca que descansaba alelada, con sus ojos casi humanos, su extraña cabellera dorada y su vestidito rosado en la vidriera de aquella casa de restauración de muñecos maltratados.
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