Durante las vaciones de invierno del 2008, con mi compañero decidimos ir a Perú. En realidad, él lo decidió y se encargó de la organización y los pasajes. A mí me tocó el dinero, los soles, esos grandes billetes fragantes y coloridos, artísticos. La primera impresión es la que cuenta y salí de la casa de cambio con la alegría resoluta del que se siente libre porque ya no tiene dinero.
Nos fuimos.
Primera vez en avión. Primer miedo real. Esa sensación de estar al filo de la muerte, sin escapatoria; sobre la muerte, porque en realidad el fin siempre está en la tierra. Increíbles imágenes. Pero más increíble fue penetrar esa masa gaseosa gris que coronaba la ciudad de Lima. Aterrizamos a salvo y también al regreso, si no, no estaría contando esto.
Lima me desagradó. Quizás por el sueño, por el miedo vivido recientemente. Tal vez por el hecho de que no teníamos reservado ningún alojamiento. También pudo haber sido el avasallamiento al que nos vimos expuestos cuando un taxista se abalanzó tratando de convencernos de algo. Ante la soledad y la inmensidad del aeropuerto, decidimos seguir a ciegas al tachero. Y no era ningún gil. Ni tampoco un aprovechador de turistas. Nos llevó raudamente hacia Miraflores, una ciudad limeña paradisíaca, turística, un Inka's Market bastante desolador, puesto que esperábamos las ruinas, la historia, la conquista. Y, en cambio, nos encontramos con una moderna ciudad generada y violada por el capitalismo.
Nos alojamos sin problemas en un hotel cuyo dueño se encargó de hacernos llegar a Cusco.
De los días en Miraflores nos quedaron recuerdos muy agradables, libertad, mercados enteros de artesanías pintorescas exclusivas para turistas, comidas abundantes y baratas en un restaurante al que asistían los nativos en su hora de almuerzo y un cajón peruano. Pero también nos quedó la sensación de no haber visitado el verdadero Perú.
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Ni onomatopeyas, ni interjecciones, ni palabras hirientes, ni pedanterías. Como si fueran mi papá.