domingo

Parto: expulsión o extracción del claustro materno del feto viable y sus anexos.

Todas las mujeres después de dar a luz tienen la necesidad de narrar la experiencia infinidad de veces. Desconozco la intención, eso que yo también tengo la misma imperiosa necesidad. Quizás se relaciona con la fuerza descomunal y superadora que una descubre en una misma. Tal vez tenga que ver con uno de los tantos misterios que tiene la maternidad. Pero no estoy acá para avalar la pseudo teoría de que las mujeres tenemos mayor coraje para enfrentar este tipo de situaciones y menos aún para refrendar la idea de que existe tal cosa llamada instinto maternal.
Me habían dicho que era difícil, doloroso e, incluso, denigrante. Pero tuve nueve meses de absoluta paz para olvidar todos los temores. No sufrí mareos, vahídos, retortijones de estómago, solo un poquito de acidez al consumir ciertos alimentos que me traían acidez antes del embarazo. Engordé alegremente, disfruté de la impunidad que da la maternidad y me permití ser más hinchapelotas que en los días de civil. Algunos no me dejaron pero otros me malcriaron como debe ser. No estaba enferma, no corría riesgos, pero me encontraba cargando una pequeña vida, la más pequeña de la familia, una nena.
Los nueve meses pasaron despeinando melenas. Ni los noté. Pero los últimos días sentía que desde el cuello hacia abajo era una masa uniforme, difícil de arrastrar. Conservaba la agilidad, pero solo en la cabeza.
El curso de preparto había sido divertido, aleccionador en cierta medida y funcionaba como excusa perfecta para salir de casa una vez comenzada la licencia. Sin embargo, desde el momento en que la explicación de lo que era una contracción no me había quedado clara, supe que no sabría reconocerlas. De hecho, la que daba las clases dijo: "Van a tener miedo de no reconocer las contracciones, pero, no se preocupen, se van a dar cuenta". En efecto.
El trece de mayo de 2009, dos días antes de la fecha del parto, tenía turno con el obstetra, al mediodía. Encontró todo en condiciones, excepto porque tenía recién un centímetro de dilatación. Aunque la nena estaba en posición para salir disparada desde hacía varios días, la abertura no era suficiente para su enorme cabeza, además de que yo no sentía ningún dolor significativo. A casa. Se me ocurrió que, para alivianar la futura internación, podía disfrutar los últimos momentos de soledad caminando por Corrientes hasta casa. Son apenas 20 o 30 cuadras, pero fueron suficientes para agilizar el trabajo de parto.
Al llegar a casa, llamé a mamá para comentarle; inconscientemente sabía que el momento estaba latente y quería darle algunas señales para que se fuera preparando. La única persona sincera con respecto al parto había sido mi vieja. Sus palabras, a veces un poco cruentas y siempre desoladoras, me habían concientizado con respecto a lo traumático de la experiencia. Depende, por supuesto, de cada estructura psíquica. La verdad es que se trata de una experiencia que no puede ser tomada a la ligera, por los que rodean a la madre y por ella misma. No es, tanto desde el punto de vista físico como mental, un juego en el que pueda engancharse cualquiera. En definitiva, no le dije nada a mi viejita, aunque sentí que ella había entendido el mensaje.
Pasaron, como mucho, dos horas desde el llamado y empezó el dolor. Al principio fueron puntadas en la zona baja del vientre, como si me estuviera haciendo caca. Débiles, pero persistentes. Por suerte, en ese momento llegó el padre de la criatura que hizo lo imposible para tranquilizarme. El dolor se fue haciendo más agudo y fue subiendo hasta clavárseme en la boca del estómago. Sentía como si toda la enorme panza, o lo que estaba dentro de ella, se estirara, aunque el espacio seguía siendo el mismo. Además, sentía que entre los huesos de la cadera se me instalaba un aparato para ensanchar los huesos que me hacía ver las estrellas. Ahí fue cuando llegó, con un patito de goma para el baño, la mamá del padre de la bestia que me calcinaba las entrañas. Hay fotos que recuerdan la locura del momento.
Es difícil explicar el dolor. Eso sí, no había forma de aliviarlo. Me sentaba en el piso, en la cama, me bañaba, me fumaba un cigarrillo a escondidas. Nada. Así llegaron las 23. Como el dolor era imparable, decidimos ir a la clínica. La médica de guardia me indicó que el parto era inminente, pero que todavía no había roto la bendita bolsa. Llamaron al médico, a la partera y me prepararon para ingresar a la sala de parto.
Primero, era necesario forzar la ruptura de la bolsita, por lo que la partera me recostó en una camilla y con las piernas abiertas y con unas pinzas abrió una canilla interna de un líquido abundante y caliente. Luego, como pude, caminé hasta la silla donde iba a tener a mi hija. Nunca supe si se trataba de una camilla cuyo respaldo se elevaba o una silla cuyo respaldo se reclinaba, pero el obstetra vendía la experiencia como "el parto en silla", así que de esa forma me gusta llamarla: la silla. A decir verdad, se parecía más a una camilla.
Una vez rota la bolsa, el dolor menguó pero la salida de la niña se aceleró. Como un león atrapado por una red, la cabecita pujaba por escapárseme a través de las piernas. Recostada, con ambos pies colgando de dos arneses, con el padre a la derecha, un poco hacia atrás, la partera prácticamente encima de mi costillar, con el obstetra hurgándome la entrepierna, pujar fue una obviedad. No tuve ni que pensar. Eso sí, todas las recetas que me habían brindado las clases de preparto me las pasé olímpicamente por el orto. Hice lo que pude en el momento que pude. No había mucho tiempo ni ganas de pensar si estaba contando, si estaba respirando o si tenía ganas de gritar o de cagar, porque la verdad es que sentía que el parto se asemejaba demasiado al proceso de sentarse en el inodoro para aliviar el vientre. Cuando le comenté al médico la sensación, con sumo pudor, él me tranquilizó diciendo que ese era el puntapié inicial. No grité, en ningún momento. Mis sonidos parecían el ronroneo de una bestia endemoniada, guturales, roncos, pero no alaridos como los que se podían escuchar desde una habitación contigua.
A los dos o tres pujos, la cabeza de la nena ya estaba afuera. El doctor me había hecho una pequeña incisión en los labios inferiores para que no hubiese desgarro. Y no lo sentí. Me cortó con unas tijeras la vagina y no lo sentí. Como tampoco sentí el remiendo sin anestesia que hizo posteriormente. Es que la zona está insensibilizada por otras preocupaciones.
Después de haber visto la cabeza, pujé dos veces más, el doctor la ayudó a contorsionarse, a girar los hombros para que pasen de a uno, y la nena salió enterita. Había estado demasiado tiempo adentro y tenía una vuelta de cordón umbilical en el cuello por lo que la primera imagen que tengo de ella es de terror: era una masa sanguinolenta, verdosa, azul, una rata flaca, larga, con pelos increíblemente negros y duros, en la cabeza, pero también en la espalda y en los brazos.
Se la llevaron y el padre la siguió. A mí todavía me quedaba expulsar la placenta que nos había unido con la beba y ser cosida. Pero eso no era nada. Mi principal trabajo había concluido. Si bien tuve que pujar, al médico le quedó la increíble tarea de tirar del sobrante de cordón que me había quedado dentro. Me recosté y me dejé hacer.
El padre, con una o dos lágrimas en los ojos, la trajo al rato y ya era mi bebé presentable. Una laucha limpita.
Concluyeron así los nueve meses de licencia. Empezaban los verdaderos conflictos.

martes

Perú (2°Parte)

Un buen día dejamos Miraflores y marchamos al Cosqo.
Allí, fuimos felices. No sé si es posible hacer una descripción del lugar puesto que es de una belleza inmaterial. Hay algo en el aire, en las construcciones. No sé. Hay dolor, hay sumisión, pero también quedan restos de la fuerza de un pueblo capaz de construir una ciudad en las alturas. Las palabras me fallan, no sé cómo explicar el arrobamiento, el éxtasis.
Nos alojamos en un hotel que tenía un patio con un aljibe primoroso. Y recorrimos en un par de días toda la ciudad, con sus calles de adoquines sin vereda, altas, bajas, iglesias, monumentos, mercados. Fiestas con mucha música, mucho alcohol, mucho color.
Después de algunos días, emprendimos la marcha hacia Machu Picchu. Como no habíamos pagado el camino del Inca que es la travesía para turistas, decidimos hacer un camino alternativo del que nos charló un turista francés. Los europeos vienen a América a hacerse matar. Deben estar tan aburridos que buscan trascender a través de las desgracias de estos países incivilizados. Se llevan grandes chascos. La amabilidad y liberalidad de los pueblos sudamericanos es inmensa.
El tema es que le hicimos caso al franchute y nos embarcamos en una travesía increíble.
Salimos de Cusco temprano, en un micro que nos llevaría hasta un pueblo llamado Santa María o Santa Marta. Si el viaje en avión me había causado temor, este fue infinitamente superior. La odisea nos llevó casi un día; las carreteras se enredaban entre las montañas; el micro coleaba sobre los precipicios. En determinado momento, el bondi no pudo avanzar por el peso y los hombres debieron seguir el trayecto a pie, escalando, corriendo. Entre la falta de aire por la altura y el asma, mi compañero dejó en ese viajecito el corazón.
Al llegar al pueblo, nos subimos a un jeep, con otros turistas que querían también llegar a las ruinas sin gastar fortuna. Esa camioneta, que funcionaba con colectivo, nos dejó en la entrada de una toma de agua o algo así, ya no recuerdo, junto a las vías del tren que tenía su estación en Aguascalientes, el pueblo que está debajo de Machu Picchu. Empezamos a caminar, sin tener mayor idea de hacia donde debíamos dirigirnos. No era difícil, debíamos simplemente seguir las vías del tren. A uno de los costados, aunque nunca era el mismo costado, se escuchaba el agua correr raudamente.
El problema comenzó cuando se fue la luz. Llegó la noche y no contábamos con más linterna que la pantalla de la cámara de fotos a punto de quedarse sin pilas. Avanzábamos a tientas, sintiendo todo el tiempo el murmullo del agua a uno de los costados, atravesando puentes que no podíamos ver o escuchando ruidos extraños que magnificaban el terror. En determinado momento, el ruido extraño se transformó en pitido ensordecedor y nuestra lucecita se opacó con el potente foco del tren que avanzaba hacia nosotros sin vernos.
Habiendo superado el temor y la soledad, llegamos a una casa, en las afueras de Aguascalientes. Un paisano salvador nos guió con su linterna todo el trecho que faltaba.
Dormimos en Aguascalientes, un pueblo muy paquete, sumamente ideado para la llegada de los visitantes. A la mañana siguiente, pagamos el micro, el ingreso a las ruinas y alguna otra cosita que seguramente no recurdo. Saladito.
Parecía que habíamos concluido la meta del viaje y este había llegado a su fin.

domingo

Perú (1° Parte)

Durante las vaciones de invierno del 2008, con mi compañero decidimos ir a Perú. En realidad, él lo decidió y se encargó de la organización y los pasajes. A mí me tocó el dinero, los soles, esos grandes billetes fragantes y coloridos, artísticos. La primera impresión es la que cuenta y salí de la casa de cambio con la alegría resoluta del que se siente libre porque ya no tiene dinero.
Nos fuimos.
Primera vez en avión. Primer miedo real. Esa sensación de estar al filo de la muerte, sin escapatoria; sobre la muerte, porque en realidad el fin siempre está en la tierra. Increíbles imágenes. Pero más increíble fue penetrar esa masa gaseosa gris que coronaba la ciudad de Lima. Aterrizamos a salvo y también al regreso, si no, no estaría contando esto.
Lima me desagradó. Quizás por el sueño, por el miedo vivido recientemente. Tal vez por el hecho de que no teníamos reservado ningún alojamiento. También pudo haber sido el avasallamiento al que nos vimos expuestos cuando un taxista se abalanzó tratando de convencernos de algo. Ante la soledad y la inmensidad del aeropuerto, decidimos seguir a ciegas al tachero. Y no era ningún gil. Ni tampoco un aprovechador de turistas. Nos llevó raudamente hacia Miraflores, una ciudad limeña paradisíaca, turística, un Inka's Market bastante desolador, puesto que esperábamos las ruinas, la historia, la conquista. Y, en cambio, nos encontramos con una moderna ciudad generada y violada por el capitalismo.
Nos alojamos sin problemas en un hotel cuyo dueño se encargó de hacernos llegar a Cusco.
De los días en Miraflores nos quedaron recuerdos muy agradables, libertad, mercados enteros de artesanías pintorescas exclusivas para turistas, comidas abundantes y baratas en un restaurante al que asistían los nativos en su hora de almuerzo y un cajón peruano. Pero también nos quedó la sensación de no haber visitado el verdadero Perú.

sábado

El viaje del caracol

El caracol es un molusco gasterópodo pulmonado pero eso él no lo sabe. Él conoce de hojas, de pasto, de rocío, de animales peligrosos, de caminar lentamente, aunque algunos le llamen arrastrarse. No conoce de apuros y disfruta del día y de la noche ya que para él no hay tiempo indicado con números horribles.
En mi jardín de la infancia, vivían tres caracoles a los que nunca les puse nombre porque eran muy parecidos. En muchas ocasiones, quise investigar sus costumbres pero siempre concluyó por vencerme el aburrimiento.
Cuando me acercaba a cualquiera de ellos, hacía crecer sus antenas y los otros dos aparecían por los alrededores, como si se estuviesen aprestando para la defensa.
Jamás se me ocurrió encerrarlos porque imaginaba una vida denro de un tarro o una pecera y me sofocaba.
Sigo. Se cuidaban entre ellos, aunque el resto del día estuviesen separados, alejados, cada uno pegado a su hojita, a la pared verdosa que habían elegido o en cualquier hueco húmedo.
Una vez, uno de ellos, cualquiera de ellos, desapareció durante un tiempo. Fue una semana, quizás un poco más. Los otros mantuvieron sus costumbres como si siempre hubiesen sido dos.
Y así fue como se me ocurrió esta historia, en un intento por explicar o justificar dicha desaparición.
El caracol, cansado de la monotonía y el contexto inmutable, decidió viajar. Evidentemente, la idea de viaje en un caracol es muy diferente a la que tenemos nosotros. Ni siquiera cruzó la calle.
La primera parada fue en el jardín del vecino cuyo cerezo asomaba sus ramas a la calle. El problema es que el árbol atraía a un número contundente de mirlos que se encargaban de picotear las hojas y al caracol que estaba sobre una de ellas.
Decidió escapar de aquellos pájaros negros y se dirigió al jardín siguiente. Allí se encontró con unas plantas muy apetecibles. Pero dicho edén, que crecía de manera irregular tal cual ordenaba la madre naturaleza, estaba ya gobernado por un vinagrero o cárabo dorado, como le llaman los médicos. Y ese bicho es, de por sí, un enemigo acérrimo del caracol que no dudó en huir velozmente del lugar.
Le siguió el jardín más espectacular de la cuadra, casi un laberinto de distintas especies planeado por un arquitecto, un amante de la botánica. Pero este señor tanto quería a sus plantas que odiaba a todo insecto, gusano, bicho, bicharraco y demás que las afease. Por lo tanto, utilizaba cualquier producto insecticida venenoso que pudiese terminar con las plagas sin hacer daño a su hermosas flores palaciegas. Así que el caracol, apenas hubo pisado el terreno comenzó a sentir los vahídos propios de las sustancias tóxicas. Incluso las plantas que había probado sabían diferentes de todas las anteriores.
Así que siguió su camino e ingresó en el último jardín de la manzana. Dentro, vivía una anciana que había descuidado el lugar. Las plantas agonizaban en macetas, pudriéndose a la sombra o quemándose al sol. Pocas tenían verde y las que lo conservaban aún presentaban el tinte marrón en las raíces propio del cese completo de la vida. Una tristeza.
Finalmente, después de aquella vueltita, el caracol volvió a casa, a sus amigos caracoles que ni se inmutaron con su regreso como si siempre hubiesen sido tres.

Vacaciones de viejos

Villa Gesell tiene un atractivo difícil de explicar. Alguna vez, alguien me dijo que había que sentirlo más que verlo. Más allá de que me cuesta creer en esa sensibilidad, algo de eso hay. Si no, no se entiende la fascinación con que algunos la vivimos.
No deja de ser una ciudad balnearia, con su turismo avasallante y peligroso. Un poco más pretenciosa y exclusiva que la popular Mar del Plata; bastante menos paqueta que Cariló u Ostende, Villa Gesell tiene su gente, a la que uno se cruza cada verano en las calles. Y aquel que la visitó en invierno sabe que, si bien ciertas cosas cambian, la belleza sigue ahí, en las calles sinuosas, en las casas alpinas de la zona norte, en las playas enormes fuera del centro.
Sin embargo, desde hace algunos años, el fraudulento desamorado acarrea hacia la Villa el producto de su desamor. No cuidarla nos va a traer ingentes prejuicios que desconocemos. Ya fue víctima de edificios y balnearios. Ahora, son los jóvenes, esas pandillas parasitarias y destructivas que hacen añicos la belleza del lugar.
Se entiende que la juventud está a merced del disfrute inmediato y más que nunca su actitud es punk porque ni siquiera hay protesta. Los jóvenes no se quejan, ni siquiera desean divertirse, solo esperan sucumbir. O hacer que las cosas sucumban. No tienen ningún interés en recorrer calles o conocer gente. Solo esperan poder gritar, golpear, destruir.
Pleno enero es un caos y no de gente que recorre la 3 gastando plata a lo loco y alimentando la Villa que se adormecerá con el fin de la temporada. Es un caos de jóvenes que toman todo lo que pueden tomar, gritan todo lo que sus gargantas les permitan y cantan fervientes: "La concha de tu madre All Boys". Y el problema real no es este, porque uno alguna vez fue joven y entiende que deseen divertirse de una manera extrovertida, invitando incluso a aquellos que no quieren divertirse. El tema es que la jodita de los nenes destruye. Buscan todo el tiempo provocar, armar grescas, pelearse. Por cualquier motivo. Le gritan a uno que pasa con la novia: "Demasiado pan para ese salame". Y, si bien puede causar gracia, concluye por generar tristeza. Ese pibe, agitado por la bandita, queda entre la espada y la pared; entre el oprobio de ser el salame de su novia o ser el salame cagado a palos por un conjunto de boludos.
Y, además, estos mismos boludos se encargan de defenestrar a las mujeres que, en su salsa y sintiéndose divas, se exponen, ebrias de alcohol y de estrellato, a comentarios del tipo: "Adiós....pedile que te pague el slim, gorda" o "Mirá esa zanja y yo sin las botas".
La Villa se convirtió en un lugar en el que prima el descontrol de una juventud necesitada de intereses, de paz, de descubrimientos, y la falta de respeto entre ellos.
Una pena.

lunes

Va a sonar a perogrullada, pero ser padre es una tarea muy difícil. Como la de minero, uno se introduce en una cueva oscura con una pequeña linterna que son las experiencias narradas pero que de nada sirven ante lo ignoto que cada curva o vida representa. Ahora, de esa cueva se pueden extraer piedras preciosas, materiales nobles. O también, uno puede picar durante años en una piedra obsoleta, inviolable, inútil. Un hijo puede ser comparado con esa cueva. Qué sé yo.
A estas reflexiones infructuosas me llevaron unos amigos que tuvieron hace algunos cuantos años a su primera hija. Y última, por cierto.
No hay culpables en esta historia y tampoco hay final feliz, por lo menos no acá.
La hija de este matrimonio nació tan vistosa y tan perfecta que, en poco tiempo, fue reina sin haber sido princesa. Y así empieza el dilema. Si bien sus padres eran personas capaces y calculaban el daño, la niña no obtenía una negación como respuesta aunque su capricho implicara el extenuante sometimiento de sus progenitores a un sinfín de vejaciones.
Así fue como, un día cualquiera, el padre y la niña caminaban por una avenida cualquiera de la Capital Federal, pongamos Caseros, y a la endemoniada se le antojó una muñeca que se negaba tranquila en una vidriera. El padre quiso evitar las manchas púrpuras y el alarido de la criatura, porque encima de todo la niña tenía unas mañas ineluctables, entonces compró la muñeca, muy a pesar de su bolsillo.
No era un juguete cualquiera, tenía mucho cabello extrañamente dorado, un hermoso vestidito rosa y dos ojos alelados, casi humanos, que se abrían y se cerraban a medida que su dueña la meciese. Era un primor y supongo que eso encabronó a la tirana que, al poco tiempo, le había dejado la mollera como una bola, los ojos inutilizados y le había escrito en todo el cuerpo un sinnúmero de mensajes indescifrables, evidentemente demoníacos.
El padre, pobre hombre, tratando de remediar el horror y la pérdida, decidió vender la muñeca a una casa de restauración de juguetes, aunque nunca recuperó ni remotamente lo invertido. Por otro lado, la nena ni se mosqueó por la desaparición, tan acostumbrada como estaba a suplir una cosa por otra y a que nada tuviese un valor y menos simbólico.
Y aunque debería terminar el relato porque la idea del perjuicio que los padres dóciles acarrean a sus hijos está expuesta, la historia no termina acá ya que, además de todo, parece que no existe tal cosa como la justicia poética y evidentemente la vida no conoce de leyes del Talión ni de ningún otro tipo.
Un tiempo después, olvidada por otras histerias la anécdota de la muñeca, la madre de la niña, siguiendo el camino trazado por el destino de madre sumisa y amorosa, iba caminando junto a su hija por una avenida cualquiera, podría bien tratarse de Monroe. A pesar de lo que podría esperarse, la nena ese día parecía satisfecha y feliz, que es lo mismo. Ya conversaba tan abiertamente que no tuvo problemas en comunicar que deseaba esa muñeca que descansaba alelada, con sus ojos casi humanos, su extraña cabellera dorada y su vestidito rosado en la vidriera de aquella casa de restauración de muñecos maltratados.

jueves

La fuerza del cocodrilo

En la selva, aunque no puedas creerlo, todos los animales jugaban y se divertían unos con otros sin que existieran mayores conflictos.
Sin embargo, ahora, nadie quiere jugar con el cocodrilo. El cocodrilo tiene totalmente prohibido jugar con los demás.
Los animales lo desprecian porque, según ellos, es un animal temible y torpe.
Parece que un día, los monos y los lemures estaban jugando a una especie de volley. El cocodrilo, desde el agua, observaba atentamente el partido sin entender nada de lo que pasaba en aquel campo de juego.
En cierto momento, uno de los simios le arrojó a un lemur la pelota, pero este no supo calcular la distancia y brincó tan alto que la pelota siguió su curso, golpeó contra una roca, rebotó en una rama y cayó con un estruendo en medio del arroyuelo donde vivía el cocodrilo. Este quiso hacer amistad y, aunque no tenía idea de como se jugaba a semejante juego extraño, atrapó la pelota con sus dientes y psssss....la pelota se pinchó. Los animales que estaban jugando no dijeron nada y, desilusionados, se alejaron del lugar.
Así fue como, por intentar meterse en el juego de los demás sin conocer las reglas ni sus propias capacidades, fue despreciado consuetudinariamente.

miércoles

La lluvia

La lluvia me trae recuerdos de la infancia, de cuando íbamos a Beguerie y cerraban los caminos.
Después, se murieron mis parientes o se fueron del pueblo a otro pueblo. Y ya no llovió más. O llovía igual, pero ya no cerraron los caminos. O sí los cerraban.
La cosa es que cerraron el ferrocarril y ahí se murió el pueblo y ya no hubo caminos para embarrar.
La pasábamos muy bien.

jueves

La vida no tiene sentido

Las cosas que hacemos, que pensamos, sentimos, no tienen el grandísimo valor que les otorgamos o que les otorgan otros por nosotros. Sé que voy a sufrir cuando algún ser muy querido fallezca pero, al instante, voy a querer ir al bañoo bostezar. Aunque no quiera dormir o quiera no comer, al final voy a concluir por ceder a la fuerza natural. Y esa fuerza que se repite a diario, me da la pauta de la estupidez de todas las cosas. Y si yo le imprimo, para variar la cotidianeidad, un toque de locura, me tiño el cabello, me compro el último modelo de algo, me voy de viaje con mi mochila, son todos hechos que, en sí mismos, llevan el sinsentido de la existencia.
Allá, en la muerte, todos esos gustos, placeres, experiencias vividas, aprendizajes, desconocimientos, no le importarán a nadie y menos a mí.
Por lo tanto, ante la pregunta acerca del por qué de las cosas, la respuesta es porque se me canta, porque no me queda otra, porque es lo que hay. Y si quedara otra, sería tan estúpida como esta.
Buscaré la felicidad, sí, pero sin negar que es tan efímera como el dolor, que miles de otras felicidades me quedan vedadas por esa elección, que no conoceré nunca la verdad de las cosas, de mí misma, de nada.
De esta manera, pierde peso el valor de la vida, todo lo que tengo, lo que soy, aquello en lo que la sociedad me ha convertido, no significan nada. Porque a su vez significan todas las cosas que ya no seré, que nunca tendré.
¿Cuál es el sentido de la vida, entonces? Ninguno.
Por eso, cualquier cosa le otorga sentido a la existencia. Encontrarse una piedra, encender una luz o un cigarrillo, oler una flor. Esas cosas son y son lo que no son.
Probablemente, no sea así como digo.