La mujer lloraba y lloraba. Su marido, preocupado, le preguntó qué sucedía.
El hombre reía y reía. La mujer, extrañada, le preguntó qué le pasaba.
Bocas de expendio
Digresiones
(21)
Escritos sobre la timidez
(3)
Palabrerío
(14)
Pecados
(2)
Relatos infundamentales
(14)
Viajes
(7)
martes
Imposible
Él le dijo que ya no la quería.
Ella dijo que eso no era posible.
Él se quedó con ella.
Ella ya no lo quiso.
Ella dijo que eso no era posible.
Él se quedó con ella.
Ella ya no lo quiso.
RÓTULOS
Relatos infundamentales
sábado
No somos tan distintos
Para escribir hay que LEER. Y no solo esa clásica literatura que ya fue consagrada por universal y humana, sino también a los congéneres, a los que intentan en este momento manifestarse a través de la palabra.
Y ESCRIBIR. La práctica perfecciona la técnica. Y, si bien quizás no mejore lo que uno tiene para decir, seguramente mejorará la manera. Y al escribir, más aún con ánimos literarios, uno se preocupa por el contenido pero también por la forma. Se busca la palabra oportuna, la descripción fehaciente, el recurso atinado.
Por otro lado, leer a los contemporáneos nos ayuda a chequear que no estamos solos en el análisis de lo que pasa alrededor. O lo contrario.
Con respecto a lo que uno quiere DECIR, creo que, si bien cada uno tiene una percepción distinta de los estímulos, más o menos todos vivimos experiencias similares, todos tenemos miedos parecidos y sentimos igual.
Y ESCRIBIR. La práctica perfecciona la técnica. Y, si bien quizás no mejore lo que uno tiene para decir, seguramente mejorará la manera. Y al escribir, más aún con ánimos literarios, uno se preocupa por el contenido pero también por la forma. Se busca la palabra oportuna, la descripción fehaciente, el recurso atinado.
Por otro lado, leer a los contemporáneos nos ayuda a chequear que no estamos solos en el análisis de lo que pasa alrededor. O lo contrario.
Con respecto a lo que uno quiere DECIR, creo que, si bien cada uno tiene una percepción distinta de los estímulos, más o menos todos vivimos experiencias similares, todos tenemos miedos parecidos y sentimos igual.
RÓTULOS
Digresiones
viernes
Caín
La envidia me produce cierta tristeza. Y miedo. Ser envidioso es sumamente cruel. Necesitar lo que tiene el otro para realizarse debe ser una finalidad tristísima para el que así siente. ¡Qué tremenda espina abruma el sentir del envidioso! Nunca seremos el otro, poseer lo ajeno no nos libera de nosotros mismos. Por eso, el envidioso vive con la espina de la infertilidad.
Entendí algo así cuando leí "Abel Sánchez" de Unamuno. Joaquín, el Caín, el envidioso, era una víctima, más allá de que la justificación de su envidia fuese que dios lo había dispuesto así, el dolor de Caín es vergonzoso para él, posteriormente para su estirpe. Y es un sentimiento deleznable, jamás satisfecho, solo puede generar tristeza, así como la conformidad puede brindar cierta paz o la generosidad y el altruismo, satisfacción y felicidad.
El envidioso odia. Esto puede desencadenar en asesinato, como es el caso del Caín de Unamuno. O, simplemente, derivar en la sempiterna frustración del envidioso. La intranquilidad lo subyuga. De esta forma, su accionar está medido por el otro, por el que posee lo que el envidioso desea. Y, como toda pasión, no lo deja en paz.
El que envidia, reniega de su yo. Nunca encuentra satisfactorio lo que posee, aunque posea el oro y el moro. Incluso, su perfección anímica o intelectual se ven deslucidas por las cualidades que posee el envidiado. La envidia es producto y causa de una gran insatisfacción.
Las personas le temen a la envidia. Le atribuyen ciertos poderes negativos que se combaten con cintas rojas o amuletos, como si del mismísimo demonio se tratara. Es que su fuerza se arrastra de por vida, como una pesada carga, de ira, de odio, de pasión, capaz de matar.
La envidia es maldad y puede hacer mucho daño. Pero el mayor damnificado es el envidioso. Porque no vive.
Entendí algo así cuando leí "Abel Sánchez" de Unamuno. Joaquín, el Caín, el envidioso, era una víctima, más allá de que la justificación de su envidia fuese que dios lo había dispuesto así, el dolor de Caín es vergonzoso para él, posteriormente para su estirpe. Y es un sentimiento deleznable, jamás satisfecho, solo puede generar tristeza, así como la conformidad puede brindar cierta paz o la generosidad y el altruismo, satisfacción y felicidad.
El envidioso odia. Esto puede desencadenar en asesinato, como es el caso del Caín de Unamuno. O, simplemente, derivar en la sempiterna frustración del envidioso. La intranquilidad lo subyuga. De esta forma, su accionar está medido por el otro, por el que posee lo que el envidioso desea. Y, como toda pasión, no lo deja en paz.
El que envidia, reniega de su yo. Nunca encuentra satisfactorio lo que posee, aunque posea el oro y el moro. Incluso, su perfección anímica o intelectual se ven deslucidas por las cualidades que posee el envidiado. La envidia es producto y causa de una gran insatisfacción.
Las personas le temen a la envidia. Le atribuyen ciertos poderes negativos que se combaten con cintas rojas o amuletos, como si del mismísimo demonio se tratara. Es que su fuerza se arrastra de por vida, como una pesada carga, de ira, de odio, de pasión, capaz de matar.
La envidia es maldad y puede hacer mucho daño. Pero el mayor damnificado es el envidioso. Porque no vive.
martes
La guerra de los sexos
La guerra de los sexos está perdida para el tímido.
Sueña alto, obviamente. Pero ese sueño se torna imposible dada su limitación.
¿Cómo podría hacer el tímido para chamuyarse a una linda chica? Seguramente, lo planea, conoce el discurso apropiado. También, imagina el momento del cruce, la casualidad que los hace chocarse en la calle, en el subte, en la facultad. Tiene calculado el choque de película que ha visto mil veces.
Pero, es humo.
Lamentablemente, el golpazo no se produce. El ego del tímido, otra vez, se ve reducido a cenizas. Porque la realidad es que nunca va a tener a la chica de esos sueños. Su mujer será un paliativo, una compañía. Siempre deseará a la otra, a la única que nunca pudo tener.
Queda el consuelo de que ninguno de nosotros, ni tímidos ni extrovertidos, conquistamos al de nuestro sueño.
Si así lo hiciera alguno de ustedes, bienvenido sea el milagro, la excepción.
Sueña alto, obviamente. Pero ese sueño se torna imposible dada su limitación.
¿Cómo podría hacer el tímido para chamuyarse a una linda chica? Seguramente, lo planea, conoce el discurso apropiado. También, imagina el momento del cruce, la casualidad que los hace chocarse en la calle, en el subte, en la facultad. Tiene calculado el choque de película que ha visto mil veces.
Pero, es humo.
Lamentablemente, el golpazo no se produce. El ego del tímido, otra vez, se ve reducido a cenizas. Porque la realidad es que nunca va a tener a la chica de esos sueños. Su mujer será un paliativo, una compañía. Siempre deseará a la otra, a la única que nunca pudo tener.
Queda el consuelo de que ninguno de nosotros, ni tímidos ni extrovertidos, conquistamos al de nuestro sueño.
Si así lo hiciera alguno de ustedes, bienvenido sea el milagro, la excepción.
RÓTULOS
Escritos sobre la timidez
miércoles
No soy antipática, soy tímida
En realidad, no tengo que explicarle nada ni pedirle perdón a nadie, más que a mí misma.
No soy antipática, soy tímida. Si no saludo, hago un rodeo enorme de cuadras para no cruzarte, no es porque no te soporte sino porque no quiero enfrentar ese momento. Me niego totalmente a generar esa conversación infructuosa. Si no voy a esa fiesta, es porque sé que, de cualquier forma, siempre llego muy temprano o muy tarde. Y, en el primer caso, me muero de vergüenza y en el segundo también. Si no te enfrento, si no me quejo, si no peleo, es porque me da vergüenza. Porque de repente siento que toda la cara me estalla de calor, que mis manos sudan y crecen mis orejas. Principalmente, porque siento que me faltan las palabras y no puedo pensar.
He pasado por soberbia, por antipática, por antisocial. Pero no son esos defectos que yo posea. O sí. Pero, con seguridad, el germen de todos ellos es esta imposibilidad de ser yo en el mundo.
Muchas veces me encuentro pensando en la cantidad de vidas que podría haber recorrido sin esta tara. Añoro un yo que es imposible de construir. Es esta actitud perdedora la que, obviamente, me direccionó hacia el fracaso. O, en realidad, a realizar un análisis poco esperanzador de mis triunfos.
La timidez debería ser considerada madre de muchos horribles defectos: el perfeccionismo (el yo permanece en un plano ideal difícil de alcanzar), la envidia (el otro puede ser y actuar a su antojo a diferencia de nosotros), la comparación (el tímido pone, por encima de su placer, la mirada del otro), la soledad, la desconfianza, la misantropía. A su vez, el tímido, tan silencioso e imposibilitado de llevar a cabo una exposición, pasa por estúpido, por corto.
Y la verdad es que los tímidos solo tienen miedo de ser, ante los demás, todo lo que concluyen por parecer. Tenemos.
No soy antipática, soy tímida. Si no saludo, hago un rodeo enorme de cuadras para no cruzarte, no es porque no te soporte sino porque no quiero enfrentar ese momento. Me niego totalmente a generar esa conversación infructuosa. Si no voy a esa fiesta, es porque sé que, de cualquier forma, siempre llego muy temprano o muy tarde. Y, en el primer caso, me muero de vergüenza y en el segundo también. Si no te enfrento, si no me quejo, si no peleo, es porque me da vergüenza. Porque de repente siento que toda la cara me estalla de calor, que mis manos sudan y crecen mis orejas. Principalmente, porque siento que me faltan las palabras y no puedo pensar.
He pasado por soberbia, por antipática, por antisocial. Pero no son esos defectos que yo posea. O sí. Pero, con seguridad, el germen de todos ellos es esta imposibilidad de ser yo en el mundo.
Muchas veces me encuentro pensando en la cantidad de vidas que podría haber recorrido sin esta tara. Añoro un yo que es imposible de construir. Es esta actitud perdedora la que, obviamente, me direccionó hacia el fracaso. O, en realidad, a realizar un análisis poco esperanzador de mis triunfos.
La timidez debería ser considerada madre de muchos horribles defectos: el perfeccionismo (el yo permanece en un plano ideal difícil de alcanzar), la envidia (el otro puede ser y actuar a su antojo a diferencia de nosotros), la comparación (el tímido pone, por encima de su placer, la mirada del otro), la soledad, la desconfianza, la misantropía. A su vez, el tímido, tan silencioso e imposibilitado de llevar a cabo una exposición, pasa por estúpido, por corto.
Y la verdad es que los tímidos solo tienen miedo de ser, ante los demás, todo lo que concluyen por parecer. Tenemos.
RÓTULOS
Escritos sobre la timidez
martes
Escritos sobre la timidez
El tímido tiene un impedimento fatal para llevar a cabo las acciones que su mente proyecta y desea. Sus actos mueren en el sueño, en la ilusión, ya que todas sus ideas se quedan en ideas. El tímido tiene una fuerza superior que lo restringe y contra la cual no puede luchar. Su memoria, por lo tanto, guarda recuerdos solo de las frustraciones o de las imposibilidades. A veces las disfraza y las reinventa. Se transforma de esa manera, únicamente en el plano de las ideas, en aquello que ha deseado ser o hacer.
En definitiva, el tímido no vive más que en la idea. No existo porque pienso, existo porque actúo. Entonces, el tímido no existe. El tímido no es. El tímido nunca llega a ser.
Detrás de una persona que sufre por su timidez, se encuentra un ser sensible, cobarde, temeroso. El dolor, el error, la desaprobación son trabas durísimas para el vergonzoso.
Lo sé. Soy tímida. Con el correr del tiempo, algunas situaciones se superan. Otras se tornan retos imposibles.
Mi mamá y mi papá son seres tímidos. No hablan, no tienen amigos, ni siquiera visitan a sus familiares. Son seres solitarios que se unieron. A esta altura de sus vidas, no hay mucho por superar, los sueños a alcanzar duermen para siempre en la memoria. Pero cuando estás en esa edad entre la juventud y la adultez, cuando todavía podés hacer algunas cosas pero el tiempo empieza a apremiar, la timidez es la mayor de las desventajas.
Un tímido, lo sé, se muerde los labios o las uñas o el capuchón de la birome, haciendo fuerza para superarse a sí mismo. Encuentra soluciones en el acohol, las drogas, la magia, el autoconvencimiento. Soluciones, ciertamente, vanas, porque no sirven para nada.
En definitiva, el tímido no vive más que en la idea. No existo porque pienso, existo porque actúo. Entonces, el tímido no existe. El tímido no es. El tímido nunca llega a ser.
Detrás de una persona que sufre por su timidez, se encuentra un ser sensible, cobarde, temeroso. El dolor, el error, la desaprobación son trabas durísimas para el vergonzoso.
Lo sé. Soy tímida. Con el correr del tiempo, algunas situaciones se superan. Otras se tornan retos imposibles.
Mi mamá y mi papá son seres tímidos. No hablan, no tienen amigos, ni siquiera visitan a sus familiares. Son seres solitarios que se unieron. A esta altura de sus vidas, no hay mucho por superar, los sueños a alcanzar duermen para siempre en la memoria. Pero cuando estás en esa edad entre la juventud y la adultez, cuando todavía podés hacer algunas cosas pero el tiempo empieza a apremiar, la timidez es la mayor de las desventajas.
Un tímido, lo sé, se muerde los labios o las uñas o el capuchón de la birome, haciendo fuerza para superarse a sí mismo. Encuentra soluciones en el acohol, las drogas, la magia, el autoconvencimiento. Soluciones, ciertamente, vanas, porque no sirven para nada.
RÓTULOS
Escritos sobre la timidez
miércoles
domingo
Interpretación de un texto de Grondona
En enero de este año, el vicepresidente Boudou gozaba de una imagen positiva del 56 por ciento contra un 23 por ciento de imagen negativa, pero en abril estas cifras se revirtieron puesto que, al preguntárseles a los ciudadanos si consideraban a Boudou culpable o inocente en el caso Ciccone, mientras que el 32 por ciento de los encuestados lo creía culpable, un 35 por ciento tenía dudas sobre su comportamiento. El 67 por ciento de los encuestados pasó a tener así una imagen MÁS O MENOS (MÁS O MENOS, QUÉ SE YO, PONELE) negativa de Boudou, y estas cifras se SEGUIRÍAN (QUIZÁS SÍ, QUIZÁS NO, ANDÁ A SABER) agravando en las encuestas de mayo, en tanto que del 15 por ciento que aún lo creía inocente, una alta proporción correspondía al segmento JUVENIL FEMENINO (MACHISMO AL PALO, LAS MINAS SIGUEN VIENDO A BOUDOU COMO INOCENTE, PORQUE EL VICE ES MUY LINDO, ADEMÁS LAS MUJERES SON ESTÚPIDAS). Esta cuenta contrasta fuertemente con el leve desgaste en la imagen de la Presidenta, quien ha descendido del 54 por ciento de aprobación obtenido en las elecciones de octubre de 2011 al 41 por ciento actual. Los números que aquí consignamos reflejan el promedio entre las principales consultoras de opinión, lo cual explicaría por qué, en lugar de dejar a Boudou en la Presidencia durante su viaje relámpago a Angola, Cristina confió el sillón de Rivadavia a la presidenta provisional del Senado, Beatriz Rojkés de Alperovich, tercera en la línea de sucesión, mientras el vicepresidente viajaba a Suiza (EL VICE NO PUEDE ESTAR EN SUIZA, RECIBIENDO UN PREMIO, Y OCUPANDO LA PRESIDENCIA PROVISIONAL DEL SENADO AL MISMO TIEMPO,¿O SÍ?).
En tanto que el suave descenso de Cristina podría reflejar un desgaste natural cuando se pasa de las promesas electorales a la realidad, la abrupta caída de Boudou en las encuestas parece estar ligada al escándalo Ciccone, del que recibimos noticias cada día más graves (¿COMO CUÁL?). Estos números reflejan por su parte el cumplimiento de una ley que podríamos formular del siguiente modo: cuando la economía se enfría, y sólo cuando se enfría, renace un tema que, en tiempos de bonanza, la opinión pública tiende a relegar (¿DE QUÉ ENFRIAMIENTO HABLA?). Estamos hablando de la corrupción...
Mariano Grondona
En tanto que el suave descenso de Cristina podría reflejar un desgaste natural cuando se pasa de las promesas electorales a la realidad, la abrupta caída de Boudou en las encuestas parece estar ligada al escándalo Ciccone, del que recibimos noticias cada día más graves (¿COMO CUÁL?). Estos números reflejan por su parte el cumplimiento de una ley que podríamos formular del siguiente modo: cuando la economía se enfría, y sólo cuando se enfría, renace un tema que, en tiempos de bonanza, la opinión pública tiende a relegar (¿DE QUÉ ENFRIAMIENTO HABLA?). Estamos hablando de la corrupción...
Mariano Grondona
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Palabrerío
miércoles
Elemental
Todo nos resulta elemental después de haber leído la resolución. Por eso, a veces se nos ocurre que la vida sería más justa si viniese con una última página de soluciones. De esa manera, uno tendría la posibilidad de hacerle trampa a las experiencias difíciles. O no, decidir reflexionar al respecto, resolver, fijarse en esa página y corregir. O no fijarse jamás y vivir pensando como encajar una palabra con otra para resolver, por ejemplo, el crucigrama de la conversación.
Pero no, la vida nos niega esa trampa. Hay que experimentar para aprender. Hay que aprender para actuar mejor en situaciones similares; aunque, si bien se repiten, no son las mismas. El eterno retorno viene tan disfrazado que resulta difícil reconocerlo.
Pero no, la vida nos niega esa trampa. Hay que experimentar para aprender. Hay que aprender para actuar mejor en situaciones similares; aunque, si bien se repiten, no son las mismas. El eterno retorno viene tan disfrazado que resulta difícil reconocerlo.
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Digresiones
viernes
El amor eterno existe (segunda opción)
Mi corazón se embriagaba y festejaba el amor como loco. Ella se acercó, me tomó de la mano y, apresurada, me arrastró hasta la plaza del Garraham. Allí me besó, sin vergüenza, como si me hubiese extrañado, como si no hubiesen pasado más de treinta años. Y la tenía enfrente, tan radiante, tan joven, y yo enfrente, tan viejo, tan gastado. Ese amor impetuoso, bullicioso, voraz, eterno, ¿podría revivir en este viejo?, ¿volverse joven el cuerpo marchito y recuperar las ansias de aquellos encuentros? No. Por eso, despejé el olor con una mano como quien sacude un rechazo.
Le acaricié el rostro limpio y me retiré.
Le acaricié el rostro limpio y me retiré.
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Relatos infundamentales
miércoles
El amor eterno existe
El amor más pasional es el que uno siente en la juventud, cuando uno escribe cartas llenas de promesas, cuando uno piensa todo el tiempo en la persona amada, se desespera, adelgaza, engorda, siente que muere. Como, evidentemente, nunca muere, a no ser que uno sea capaz de llegar a ese extremo, y, además, uno puede volver a sentir lo mismo por otro aunque eso parecía imposible, la vida nos enseña que hay otro tipo de amor, más calmo, más fácil de sobrellevar y, por ende, más duradero. Podríamos decir también que es el verdadero.
Sin embargo, la memoria, tan selectiva, siempre tiene alguna imagen, olor o sonido para revivir esos primeros grandes amores. O el primero, mejor.
Duró solo dos años, pero dos años en la décima década de vida son una eternidad. Obviamente, ella era toda belleza e inteligencia y yo, en cambio, era un tarambana cabezón. Teníamos compañeros más atractivos que yo, más cancheros, más ganadores. Pero ella se fijó en mí. No sé por qué. Ni importó jamás. Nos veíamos después de clases porque durante el horario escolar nos manteníamos a distancia o nos molestábamos para disimular la necesidad de estar juntos. Y cuando íbamos de la mano, caminando por el Parque Ameghino o por el Garraham, no hablábamos mucho, cada tanto alguna cosita que nos hacía reír o nos dábamos besos que parecían inacabables. Y eso era todo, era suficiente. Era amor, aunque después yo mirara a otras chicas o me volviese loco alguna mujerota de la televisión.
Después, terminó. Ella empezó por hacerse negar cuando la llamaba por teléfono; nos reíamos menos cuando salíamos a caminar; nos besábamos con frialdad y rapidez, al pasar. Había muerto la pasión y, con la muerte de la pasión, también había llegado el final de la pareja. Pareja es un término demasiado pesado para ese noviazgo de chicos con curiosidad.
Al año, creo que en su caso antes, ya habíamos olvidado el tema y recuperábamos el tiempo. Otras personas, salidas, facultad, trabajo, profesión, familia. Todo dentro de unos cánones demasiado normales y formales, demasiada estructura que concluyó por coartar la libertad y anclarla a una sociedad que me aceptaba así. Había conocido ya el amor de la madurez y el amor de los hijos y creía que eso era suficiene.
Sin embargo, una tarde cualquiera (el tiempo de la madurez se escurre tan rápido y tan solapadamente que, a veces, uno siente que todos los días son iguales), caminando despreocupado hacia casa, me acorraló contra el pasado un olor, un perfume viejo, incansablemente sentido, adorado, añorado. La cuadra por la que andaba conservaba rémoras de ese pasado juvenil. Hasta las plantas, los automóviles, el tendido de cables, todo parecía una reminiscencia del pasado. Y entre todo esto, apareció ella, con sus dieciséis o diecisiete años. Joven y hermosa, como la recordaba. Ella era la que llevaba su antiguo aroma. Clavó sus ojos claros en los míos y oí que me nombraban con vergüenza y anhelo, como solía hacer ella en aquellos tiempos. Mi corazón pudo embriagarse y festejar como loco. Sin embargo, ella, con su pelo como hojas del otoño, pasó a mi lado, ensimismada; evidentemente, no me había reconocido. Y siguió de largo, dejando a su paso el último rastro de mi juventud y de aquel amor apasionado.
Sin embargo, la memoria, tan selectiva, siempre tiene alguna imagen, olor o sonido para revivir esos primeros grandes amores. O el primero, mejor.
Duró solo dos años, pero dos años en la décima década de vida son una eternidad. Obviamente, ella era toda belleza e inteligencia y yo, en cambio, era un tarambana cabezón. Teníamos compañeros más atractivos que yo, más cancheros, más ganadores. Pero ella se fijó en mí. No sé por qué. Ni importó jamás. Nos veíamos después de clases porque durante el horario escolar nos manteníamos a distancia o nos molestábamos para disimular la necesidad de estar juntos. Y cuando íbamos de la mano, caminando por el Parque Ameghino o por el Garraham, no hablábamos mucho, cada tanto alguna cosita que nos hacía reír o nos dábamos besos que parecían inacabables. Y eso era todo, era suficiente. Era amor, aunque después yo mirara a otras chicas o me volviese loco alguna mujerota de la televisión.
Después, terminó. Ella empezó por hacerse negar cuando la llamaba por teléfono; nos reíamos menos cuando salíamos a caminar; nos besábamos con frialdad y rapidez, al pasar. Había muerto la pasión y, con la muerte de la pasión, también había llegado el final de la pareja. Pareja es un término demasiado pesado para ese noviazgo de chicos con curiosidad.
Al año, creo que en su caso antes, ya habíamos olvidado el tema y recuperábamos el tiempo. Otras personas, salidas, facultad, trabajo, profesión, familia. Todo dentro de unos cánones demasiado normales y formales, demasiada estructura que concluyó por coartar la libertad y anclarla a una sociedad que me aceptaba así. Había conocido ya el amor de la madurez y el amor de los hijos y creía que eso era suficiene.
Sin embargo, una tarde cualquiera (el tiempo de la madurez se escurre tan rápido y tan solapadamente que, a veces, uno siente que todos los días son iguales), caminando despreocupado hacia casa, me acorraló contra el pasado un olor, un perfume viejo, incansablemente sentido, adorado, añorado. La cuadra por la que andaba conservaba rémoras de ese pasado juvenil. Hasta las plantas, los automóviles, el tendido de cables, todo parecía una reminiscencia del pasado. Y entre todo esto, apareció ella, con sus dieciséis o diecisiete años. Joven y hermosa, como la recordaba. Ella era la que llevaba su antiguo aroma. Clavó sus ojos claros en los míos y oí que me nombraban con vergüenza y anhelo, como solía hacer ella en aquellos tiempos. Mi corazón pudo embriagarse y festejar como loco. Sin embargo, ella, con su pelo como hojas del otoño, pasó a mi lado, ensimismada; evidentemente, no me había reconocido. Y siguió de largo, dejando a su paso el último rastro de mi juventud y de aquel amor apasionado.
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Relatos infundamentales
martes
Mierda
La comparación entre el razonamiento y el sistema digestivo no se me ocurrió a mí. ¡Qué mierda tengo en la cabeza!
Nos nutrimos de la observación, de las experiencias vividas, del análisis de las acciones propias y ajenas, de las reacciones ante los estímulos. Masticamos información, deglutimos argumentos, todo forma una masa ideológica y, finalmente, cagamos una conclusión.
Y, sin embargo, que alejada está de nosotros la realidad. Permanece remota e inmutable como si no quisiese ser asida, como si pretendiera de nosotros esa búsqueda incansable e infructuosa.
Dudo que exista hombre o mujer, más allá del filósofo y su continuo pensar, me refiero a un hombre o a una mujer cualquiera, que no se haya preguntado acerca de su existencia en el mundo, del por qué, del para qué, de su pequeñez y de su grandeza al mismo tiempo. Y, sin embargo, ninguno obtiene una respuesta contundente. Como nos sucede con el plato sabroso. Los sentidos todos lo disfrutan, principalmente el gusto. Pero, una vez devorado, el plato se transforma en un recuerdo, difícil de revivir.
Finalmente, llega la muerte que es cuando nos damos cuenta de que toda esta fábula no tiene por qué dejarnos ninguna enseñanza. Nacemos derecho a la muerte. ¡Y cuánto tiempo caminamos creyéndonos alejados de ella! Ese caminar que no cesa. Esa infructuosa manera de negar el tiempo. Un tiempo que creemos controlado en números. Y nos creemos inmortales, escapándole. Nos matan, nos asesina una enfermedad, la debilidad de nuestra carne, se van nuestros amigos, nuestros padres. Se despiden los hijos. Los hermanos.
Y si me pregunto qué tiene que ver el sistema digestivo con esto, solo puedo responder que entre tanta observación y tanta inteligencia creadora dando vueltas, las respuestas son una mierda.
Nos nutrimos de la observación, de las experiencias vividas, del análisis de las acciones propias y ajenas, de las reacciones ante los estímulos. Masticamos información, deglutimos argumentos, todo forma una masa ideológica y, finalmente, cagamos una conclusión.
Y, sin embargo, que alejada está de nosotros la realidad. Permanece remota e inmutable como si no quisiese ser asida, como si pretendiera de nosotros esa búsqueda incansable e infructuosa.
Dudo que exista hombre o mujer, más allá del filósofo y su continuo pensar, me refiero a un hombre o a una mujer cualquiera, que no se haya preguntado acerca de su existencia en el mundo, del por qué, del para qué, de su pequeñez y de su grandeza al mismo tiempo. Y, sin embargo, ninguno obtiene una respuesta contundente. Como nos sucede con el plato sabroso. Los sentidos todos lo disfrutan, principalmente el gusto. Pero, una vez devorado, el plato se transforma en un recuerdo, difícil de revivir.
Finalmente, llega la muerte que es cuando nos damos cuenta de que toda esta fábula no tiene por qué dejarnos ninguna enseñanza. Nacemos derecho a la muerte. ¡Y cuánto tiempo caminamos creyéndonos alejados de ella! Ese caminar que no cesa. Esa infructuosa manera de negar el tiempo. Un tiempo que creemos controlado en números. Y nos creemos inmortales, escapándole. Nos matan, nos asesina una enfermedad, la debilidad de nuestra carne, se van nuestros amigos, nuestros padres. Se despiden los hijos. Los hermanos.
Y si me pregunto qué tiene que ver el sistema digestivo con esto, solo puedo responder que entre tanta observación y tanta inteligencia creadora dando vueltas, las respuestas son una mierda.
Nosotros, los representantes
Soy consumidora de diversos servicios, pago por ellos. Servicios que deseo hasta que ya no me son útiles. Es mi derecho cancelar la prestación cuando ya no me satisface. Así que me cansé del servicio de televisión por cable e internet de una empresa cualquiera y decidí darlo de baja. Busqué la boleta, anoté el número. En la boleta aclaraba contundentemente que la baja debía ser dada en los primeros quince días del mes. Todo parecía estar en regla.
Después de marcar cada uno de los números que se correspondían con mi necesidad y de escuchar una melodía que a los dos segundos me resultó odiosa, logré comunicarme. El "representante" que me atendió con mucha amabilidad, Daniel o Lucas, qué más da, me sugirió que reflexionara acerca de mi requerimiento, ofreciéndome un sinfín de planes y ofertas, innecesarios dada mi férrea voluntad de terminar la relación comercial que me unía con la empresa de mierda. Ante las reiteradas negativas, el "representante", de cuyo nombre no logro acordarme, me indicó que debía transferirme con otro "representante" del área encargada de convencerme de no dar de baja. En esos largos minutos en los que volví a enfrentarme con la musiquita, mi imaginación recreó la desesperación de todo un plantel de “representantes” ante la presencia de un ser indeseado que no requería más el servicio. Me imaginaba a Esteban o Marcos, o como se haya hecho llamar, corriendo pasillos, escaleras arriba y abajo, al grito de "¡Una baja!", buscando alguien capacitado para convencer a un espíritu enceguecido de su error. Así fue como me llegó la voz de una mujer, conciliadora, dulce; una chica joven, una “representante” idónea y convencida de la calidad del servicio. Le comuniqué mi pedido y, otra vez, tuve que escuchar la cantinela de ofertas y promesas vanas. No quiero. No quiero nada. ¿Hay algún conocido o familiar a quien quiera transferirle el servicio? No. Me pidió entonces el número de teléfono, un celular, el número de cliente, el nombre del titular... Y ahí encontró el hilo del cual tirar la pobre paciencia que empezaba a flaquear.
“Como no es el titular, deberá enviar un mail con el asunto, el motivo por el cual, el número de cliente..”
“¿Y si es el titular el que llama?”
“También debería mandar el mail”
“Estoy llamando desde el teléfono de línea del titular. ¿Pensás que me metí en la casa del titular para dar de baja el servicio de cable?”
“De cualquier forma, para dar de baja, hay que enviar un mail”
“Entonces, es una tomada de pelo. En la boleta no dice nada sobre mails”...
En definitiva, la conversación fue larga, dura, violenta. Terminó cuando Daiana, de ella me acuerdo muy bien el nombre, respondió que cortaba la comunicación si continuaba con la agresión verbal y el griterío. Y cortó. Me hizo un favor. Ella no tiene la culpa de nada, es una empleada, la “representante” de unos hijos de puta que nunca van a dar la cara.
El titular finalmente mandó el mail. Se dio de baja el servicio y se contrató otro para lo cual hubo que conversar, también infinidad de veces, con otros “representantes”.
RÓTULOS
Relatos infundamentales
domingo
Cuento Fantástico
Deseás escribir un cuento fantástico que no haya sido escrito antes. Leíste tantos y tan majestuosos. Analizaste, gracias a los grandes teóricos de este tipo de literatura, cada una de las técnicas de escritura. Y, sin embargo, no se te ocurre nada.
Todo está dispuesto. Son ya las dos de la mañana. Tenés delante la pantalla de la computadora nula, ya que no hay manera de enganchar el wifi del vecino. Sin embargo, estás leyendo unos documentos sobre historia, que te interesan mucho, principalmente los que hablan sobre las grandes guerras o las pequeñas. Estás bebiendo café. Muy poco, en realidad, por el tema de la acidez. Además, te trajiste un poco de agua fresca para calmar el ardor en la boca del estómago cuando llegue. Siempre llega.
No hace calor. Cada tanto sentís un extraño escalofrío, como si una pequeña corriente te atravesara la espina dorsal. Es la postura, te decís. Y tenés razón, porque, al acomodarte, sentís un cosquilleo en los glúteos.
Sería mejor ir a dormir con tu mujer o acercarte a observar embelesado como respira tu hija en su cuna, acalorada por el abrigo de sábanas y colchas. Sin embargo, el sueño no llega, aunque sentís cierta pesadez en los ojos. Imaginás que, si te acostás, al instante tus ojos se acostumbrarían a la penumbra y observarías formas diversas; escucharías, con esa atención vivaz que solo permite el silencio, los ruidos de la noche, los insectos, las aves, el viento, los gatos. Hasta que se cierren los ojos involuntariamente, la vigilia sería una tortura. Mejor que el sueño venza.
No obstante, las sombras de la noche invitan al descanso. O al terror. La soledad es más aterradora de noche, más patente cuando uno no puede dormir.
Unos pasos en la vereda parecen correr, ¿será que hay alguien en peligro? Otro ruido. El de algo que golpea contra otra cosa sin que puedas identificar qué. Viene de arriba. De arriba de tu cabeza. Levantás la vista y te das cuenta de que un insecto golpea contra la lámpara de papel de arroz. Sentado frente a la computadora, sentís que estás perdiendo el tiempo. Unos golpes en la ventana te despabilan de esa modorra en la que casi te sumergís. Pensás que deberías haber cerrado la persiana. Tu casa está demasiado expuesta con las persianas levantadas. Quedás estático unos minutos, pero después te levantás y caminás hacia la puerta para ver por la mirilla. Nada. Te acercás a la ventana, corrés la cortina y nada. Escuchás con atención, pero no oís nada.
Para erradicar el temor creciente, salís a fumar un cigarrillo al patio. La puerta hace un ruido que no se siente de día. Afuera, hace frío y el humo del cigarrillo deja estelas que ascienden por las escaleras, hacia la terraza. La luz de la luna es tenue, la cubre esa niebla de las noches sin suerte. El viento hace ondear los cables que atraviesan la casa y las hojas de las plantas que viven en tus macetas.
En algunos lugares del cielo, la oscuridad va aclarándose. Podrías subir a la terraza y observar el amanecer sobre el barrio de casas bajas. El cielo, de a poco, va adquiriendo un celeste frío. De hecho, la temperatura descendió bastante. Podrías esperar a ver la claridad en su totalidad. Pero no, un sonido comienza a despertar al barrio. El cigarrillo se consume y es mejor entrar.
RÓTULOS
Relatos infundamentales
Parto: expulsión o extracción del claustro materno del feto viable y sus anexos.
Todas las mujeres después de dar a luz tienen la necesidad de narrar la experiencia infinidad de veces. Desconozco la intención, eso que yo también tengo la misma imperiosa necesidad. Quizás se relaciona con la fuerza descomunal y superadora que una descubre en una misma. Tal vez tenga que ver con uno de los tantos misterios que tiene la maternidad. Pero no estoy acá para avalar la pseudo teoría de que las mujeres tenemos mayor coraje para enfrentar este tipo de situaciones y menos aún para refrendar la idea de que existe tal cosa llamada instinto maternal.
Me habían dicho que era difícil, doloroso e, incluso, denigrante. Pero tuve nueve meses de absoluta paz para olvidar todos los temores. No sufrí mareos, vahídos, retortijones de estómago, solo un poquito de acidez al consumir ciertos alimentos que me traían acidez antes del embarazo. Engordé alegremente, disfruté de la impunidad que da la maternidad y me permití ser más hinchapelotas que en los días de civil. Algunos no me dejaron pero otros me malcriaron como debe ser. No estaba enferma, no corría riesgos, pero me encontraba cargando una pequeña vida, la más pequeña de la familia, una nena.
Los nueve meses pasaron despeinando melenas. Ni los noté. Pero los últimos días sentía que desde el cuello hacia abajo era una masa uniforme, difícil de arrastrar. Conservaba la agilidad, pero solo en la cabeza.
El curso de preparto había sido divertido, aleccionador en cierta medida y funcionaba como excusa perfecta para salir de casa una vez comenzada la licencia. Sin embargo, desde el momento en que la explicación de lo que era una contracción no me había quedado clara, supe que no sabría reconocerlas. De hecho, la que daba las clases dijo: "Van a tener miedo de no reconocer las contracciones, pero, no se preocupen, se van a dar cuenta". En efecto.
El trece de mayo de 2009, dos días antes de la fecha del parto, tenía turno con el obstetra, al mediodía. Encontró todo en condiciones, excepto porque tenía recién un centímetro de dilatación. Aunque la nena estaba en posición para salir disparada desde hacía varios días, la abertura no era suficiente para su enorme cabeza, además de que yo no sentía ningún dolor significativo. A casa. Se me ocurrió que, para alivianar la futura internación, podía disfrutar los últimos momentos de soledad caminando por Corrientes hasta casa. Son apenas 20 o 30 cuadras, pero fueron suficientes para agilizar el trabajo de parto.
Al llegar a casa, llamé a mamá para comentarle; inconscientemente sabía que el momento estaba latente y quería darle algunas señales para que se fuera preparando. La única persona sincera con respecto al parto había sido mi vieja. Sus palabras, a veces un poco cruentas y siempre desoladoras, me habían concientizado con respecto a lo traumático de la experiencia. Depende, por supuesto, de cada estructura psíquica. La verdad es que se trata de una experiencia que no puede ser tomada a la ligera, por los que rodean a la madre y por ella misma. No es, tanto desde el punto de vista físico como mental, un juego en el que pueda engancharse cualquiera. En definitiva, no le dije nada a mi viejita, aunque sentí que ella había entendido el mensaje.
Pasaron, como mucho, dos horas desde el llamado y empezó el dolor. Al principio fueron puntadas en la zona baja del vientre, como si me estuviera haciendo caca. Débiles, pero persistentes. Por suerte, en ese momento llegó el padre de la criatura que hizo lo imposible para tranquilizarme. El dolor se fue haciendo más agudo y fue subiendo hasta clavárseme en la boca del estómago. Sentía como si toda la enorme panza, o lo que estaba dentro de ella, se estirara, aunque el espacio seguía siendo el mismo. Además, sentía que entre los huesos de la cadera se me instalaba un aparato para ensanchar los huesos que me hacía ver las estrellas. Ahí fue cuando llegó, con un patito de goma para el baño, la mamá del padre de la bestia que me calcinaba las entrañas. Hay fotos que recuerdan la locura del momento.
Es difícil explicar el dolor. Eso sí, no había forma de aliviarlo. Me sentaba en el piso, en la cama, me bañaba, me fumaba un cigarrillo a escondidas. Nada. Así llegaron las 23. Como el dolor era imparable, decidimos ir a la clínica. La médica de guardia me indicó que el parto era inminente, pero que todavía no había roto la bendita bolsa. Llamaron al médico, a la partera y me prepararon para ingresar a la sala de parto.
Primero, era necesario forzar la ruptura de la bolsita, por lo que la partera me recostó en una camilla y con las piernas abiertas y con unas pinzas abrió una canilla interna de un líquido abundante y caliente. Luego, como pude, caminé hasta la silla donde iba a tener a mi hija. Nunca supe si se trataba de una camilla cuyo respaldo se elevaba o una silla cuyo respaldo se reclinaba, pero el obstetra vendía la experiencia como "el parto en silla", así que de esa forma me gusta llamarla: la silla. A decir verdad, se parecía más a una camilla.
Una vez rota la bolsa, el dolor menguó pero la salida de la niña se aceleró. Como un león atrapado por una red, la cabecita pujaba por escapárseme a través de las piernas. Recostada, con ambos pies colgando de dos arneses, con el padre a la derecha, un poco hacia atrás, la partera prácticamente encima de mi costillar, con el obstetra hurgándome la entrepierna, pujar fue una obviedad. No tuve ni que pensar. Eso sí, todas las recetas que me habían brindado las clases de preparto me las pasé olímpicamente por el orto. Hice lo que pude en el momento que pude. No había mucho tiempo ni ganas de pensar si estaba contando, si estaba respirando o si tenía ganas de gritar o de cagar, porque la verdad es que sentía que el parto se asemejaba demasiado al proceso de sentarse en el inodoro para aliviar el vientre. Cuando le comenté al médico la sensación, con sumo pudor, él me tranquilizó diciendo que ese era el puntapié inicial. No grité, en ningún momento. Mis sonidos parecían el ronroneo de una bestia endemoniada, guturales, roncos, pero no alaridos como los que se podían escuchar desde una habitación contigua.
A los dos o tres pujos, la cabeza de la nena ya estaba afuera. El doctor me había hecho una pequeña incisión en los labios inferiores para que no hubiese desgarro. Y no lo sentí. Me cortó con unas tijeras la vagina y no lo sentí. Como tampoco sentí el remiendo sin anestesia que hizo posteriormente. Es que la zona está insensibilizada por otras preocupaciones.
Después de haber visto la cabeza, pujé dos veces más, el doctor la ayudó a contorsionarse, a girar los hombros para que pasen de a uno, y la nena salió enterita. Había estado demasiado tiempo adentro y tenía una vuelta de cordón umbilical en el cuello por lo que la primera imagen que tengo de ella es de terror: era una masa sanguinolenta, verdosa, azul, una rata flaca, larga, con pelos increíblemente negros y duros, en la cabeza, pero también en la espalda y en los brazos.
Se la llevaron y el padre la siguió. A mí todavía me quedaba expulsar la placenta que nos había unido con la beba y ser cosida. Pero eso no era nada. Mi principal trabajo había concluido. Si bien tuve que pujar, al médico le quedó la increíble tarea de tirar del sobrante de cordón que me había quedado dentro. Me recosté y me dejé hacer.
El padre, con una o dos lágrimas en los ojos, la trajo al rato y ya era mi bebé presentable. Una laucha limpita.
Concluyeron así los nueve meses de licencia. Empezaban los verdaderos conflictos.
Me habían dicho que era difícil, doloroso e, incluso, denigrante. Pero tuve nueve meses de absoluta paz para olvidar todos los temores. No sufrí mareos, vahídos, retortijones de estómago, solo un poquito de acidez al consumir ciertos alimentos que me traían acidez antes del embarazo. Engordé alegremente, disfruté de la impunidad que da la maternidad y me permití ser más hinchapelotas que en los días de civil. Algunos no me dejaron pero otros me malcriaron como debe ser. No estaba enferma, no corría riesgos, pero me encontraba cargando una pequeña vida, la más pequeña de la familia, una nena.
Los nueve meses pasaron despeinando melenas. Ni los noté. Pero los últimos días sentía que desde el cuello hacia abajo era una masa uniforme, difícil de arrastrar. Conservaba la agilidad, pero solo en la cabeza.
El curso de preparto había sido divertido, aleccionador en cierta medida y funcionaba como excusa perfecta para salir de casa una vez comenzada la licencia. Sin embargo, desde el momento en que la explicación de lo que era una contracción no me había quedado clara, supe que no sabría reconocerlas. De hecho, la que daba las clases dijo: "Van a tener miedo de no reconocer las contracciones, pero, no se preocupen, se van a dar cuenta". En efecto.
El trece de mayo de 2009, dos días antes de la fecha del parto, tenía turno con el obstetra, al mediodía. Encontró todo en condiciones, excepto porque tenía recién un centímetro de dilatación. Aunque la nena estaba en posición para salir disparada desde hacía varios días, la abertura no era suficiente para su enorme cabeza, además de que yo no sentía ningún dolor significativo. A casa. Se me ocurrió que, para alivianar la futura internación, podía disfrutar los últimos momentos de soledad caminando por Corrientes hasta casa. Son apenas 20 o 30 cuadras, pero fueron suficientes para agilizar el trabajo de parto.
Al llegar a casa, llamé a mamá para comentarle; inconscientemente sabía que el momento estaba latente y quería darle algunas señales para que se fuera preparando. La única persona sincera con respecto al parto había sido mi vieja. Sus palabras, a veces un poco cruentas y siempre desoladoras, me habían concientizado con respecto a lo traumático de la experiencia. Depende, por supuesto, de cada estructura psíquica. La verdad es que se trata de una experiencia que no puede ser tomada a la ligera, por los que rodean a la madre y por ella misma. No es, tanto desde el punto de vista físico como mental, un juego en el que pueda engancharse cualquiera. En definitiva, no le dije nada a mi viejita, aunque sentí que ella había entendido el mensaje.
Pasaron, como mucho, dos horas desde el llamado y empezó el dolor. Al principio fueron puntadas en la zona baja del vientre, como si me estuviera haciendo caca. Débiles, pero persistentes. Por suerte, en ese momento llegó el padre de la criatura que hizo lo imposible para tranquilizarme. El dolor se fue haciendo más agudo y fue subiendo hasta clavárseme en la boca del estómago. Sentía como si toda la enorme panza, o lo que estaba dentro de ella, se estirara, aunque el espacio seguía siendo el mismo. Además, sentía que entre los huesos de la cadera se me instalaba un aparato para ensanchar los huesos que me hacía ver las estrellas. Ahí fue cuando llegó, con un patito de goma para el baño, la mamá del padre de la bestia que me calcinaba las entrañas. Hay fotos que recuerdan la locura del momento.
Es difícil explicar el dolor. Eso sí, no había forma de aliviarlo. Me sentaba en el piso, en la cama, me bañaba, me fumaba un cigarrillo a escondidas. Nada. Así llegaron las 23. Como el dolor era imparable, decidimos ir a la clínica. La médica de guardia me indicó que el parto era inminente, pero que todavía no había roto la bendita bolsa. Llamaron al médico, a la partera y me prepararon para ingresar a la sala de parto.
Primero, era necesario forzar la ruptura de la bolsita, por lo que la partera me recostó en una camilla y con las piernas abiertas y con unas pinzas abrió una canilla interna de un líquido abundante y caliente. Luego, como pude, caminé hasta la silla donde iba a tener a mi hija. Nunca supe si se trataba de una camilla cuyo respaldo se elevaba o una silla cuyo respaldo se reclinaba, pero el obstetra vendía la experiencia como "el parto en silla", así que de esa forma me gusta llamarla: la silla. A decir verdad, se parecía más a una camilla.
Una vez rota la bolsa, el dolor menguó pero la salida de la niña se aceleró. Como un león atrapado por una red, la cabecita pujaba por escapárseme a través de las piernas. Recostada, con ambos pies colgando de dos arneses, con el padre a la derecha, un poco hacia atrás, la partera prácticamente encima de mi costillar, con el obstetra hurgándome la entrepierna, pujar fue una obviedad. No tuve ni que pensar. Eso sí, todas las recetas que me habían brindado las clases de preparto me las pasé olímpicamente por el orto. Hice lo que pude en el momento que pude. No había mucho tiempo ni ganas de pensar si estaba contando, si estaba respirando o si tenía ganas de gritar o de cagar, porque la verdad es que sentía que el parto se asemejaba demasiado al proceso de sentarse en el inodoro para aliviar el vientre. Cuando le comenté al médico la sensación, con sumo pudor, él me tranquilizó diciendo que ese era el puntapié inicial. No grité, en ningún momento. Mis sonidos parecían el ronroneo de una bestia endemoniada, guturales, roncos, pero no alaridos como los que se podían escuchar desde una habitación contigua.
A los dos o tres pujos, la cabeza de la nena ya estaba afuera. El doctor me había hecho una pequeña incisión en los labios inferiores para que no hubiese desgarro. Y no lo sentí. Me cortó con unas tijeras la vagina y no lo sentí. Como tampoco sentí el remiendo sin anestesia que hizo posteriormente. Es que la zona está insensibilizada por otras preocupaciones.
Después de haber visto la cabeza, pujé dos veces más, el doctor la ayudó a contorsionarse, a girar los hombros para que pasen de a uno, y la nena salió enterita. Había estado demasiado tiempo adentro y tenía una vuelta de cordón umbilical en el cuello por lo que la primera imagen que tengo de ella es de terror: era una masa sanguinolenta, verdosa, azul, una rata flaca, larga, con pelos increíblemente negros y duros, en la cabeza, pero también en la espalda y en los brazos.
Se la llevaron y el padre la siguió. A mí todavía me quedaba expulsar la placenta que nos había unido con la beba y ser cosida. Pero eso no era nada. Mi principal trabajo había concluido. Si bien tuve que pujar, al médico le quedó la increíble tarea de tirar del sobrante de cordón que me había quedado dentro. Me recosté y me dejé hacer.
El padre, con una o dos lágrimas en los ojos, la trajo al rato y ya era mi bebé presentable. Una laucha limpita.
Concluyeron así los nueve meses de licencia. Empezaban los verdaderos conflictos.
martes
Perú (2°Parte)
Un buen día dejamos Miraflores y marchamos al Cosqo.
Allí, fuimos felices. No sé si es posible hacer una descripción del lugar puesto que es de una belleza inmaterial. Hay algo en el aire, en las construcciones. No sé. Hay dolor, hay sumisión, pero también quedan restos de la fuerza de un pueblo capaz de construir una ciudad en las alturas. Las palabras me fallan, no sé cómo explicar el arrobamiento, el éxtasis.
Nos alojamos en un hotel que tenía un patio con un aljibe primoroso. Y recorrimos en un par de días toda la ciudad, con sus calles de adoquines sin vereda, altas, bajas, iglesias, monumentos, mercados. Fiestas con mucha música, mucho alcohol, mucho color.
Después de algunos días, emprendimos la marcha hacia Machu Picchu. Como no habíamos pagado el camino del Inca que es la travesía para turistas, decidimos hacer un camino alternativo del que nos charló un turista francés. Los europeos vienen a América a hacerse matar. Deben estar tan aburridos que buscan trascender a través de las desgracias de estos países incivilizados. Se llevan grandes chascos. La amabilidad y liberalidad de los pueblos sudamericanos es inmensa.
El tema es que le hicimos caso al franchute y nos embarcamos en una travesía increíble.
Salimos de Cusco temprano, en un micro que nos llevaría hasta un pueblo llamado Santa María o Santa Marta. Si el viaje en avión me había causado temor, este fue infinitamente superior. La odisea nos llevó casi un día; las carreteras se enredaban entre las montañas; el micro coleaba sobre los precipicios. En determinado momento, el bondi no pudo avanzar por el peso y los hombres debieron seguir el trayecto a pie, escalando, corriendo. Entre la falta de aire por la altura y el asma, mi compañero dejó en ese viajecito el corazón.
Al llegar al pueblo, nos subimos a un jeep, con otros turistas que querían también llegar a las ruinas sin gastar fortuna. Esa camioneta, que funcionaba con colectivo, nos dejó en la entrada de una toma de agua o algo así, ya no recuerdo, junto a las vías del tren que tenía su estación en Aguascalientes, el pueblo que está debajo de Machu Picchu. Empezamos a caminar, sin tener mayor idea de hacia donde debíamos dirigirnos. No era difícil, debíamos simplemente seguir las vías del tren. A uno de los costados, aunque nunca era el mismo costado, se escuchaba el agua correr raudamente.
El problema comenzó cuando se fue la luz. Llegó la noche y no contábamos con más linterna que la pantalla de la cámara de fotos a punto de quedarse sin pilas. Avanzábamos a tientas, sintiendo todo el tiempo el murmullo del agua a uno de los costados, atravesando puentes que no podíamos ver o escuchando ruidos extraños que magnificaban el terror. En determinado momento, el ruido extraño se transformó en pitido ensordecedor y nuestra lucecita se opacó con el potente foco del tren que avanzaba hacia nosotros sin vernos.
Habiendo superado el temor y la soledad, llegamos a una casa, en las afueras de Aguascalientes. Un paisano salvador nos guió con su linterna todo el trecho que faltaba.
Dormimos en Aguascalientes, un pueblo muy paquete, sumamente ideado para la llegada de los visitantes. A la mañana siguiente, pagamos el micro, el ingreso a las ruinas y alguna otra cosita que seguramente no recurdo. Saladito.
Parecía que habíamos concluido la meta del viaje y este había llegado a su fin.
Allí, fuimos felices. No sé si es posible hacer una descripción del lugar puesto que es de una belleza inmaterial. Hay algo en el aire, en las construcciones. No sé. Hay dolor, hay sumisión, pero también quedan restos de la fuerza de un pueblo capaz de construir una ciudad en las alturas. Las palabras me fallan, no sé cómo explicar el arrobamiento, el éxtasis.
Nos alojamos en un hotel que tenía un patio con un aljibe primoroso. Y recorrimos en un par de días toda la ciudad, con sus calles de adoquines sin vereda, altas, bajas, iglesias, monumentos, mercados. Fiestas con mucha música, mucho alcohol, mucho color.
Después de algunos días, emprendimos la marcha hacia Machu Picchu. Como no habíamos pagado el camino del Inca que es la travesía para turistas, decidimos hacer un camino alternativo del que nos charló un turista francés. Los europeos vienen a América a hacerse matar. Deben estar tan aburridos que buscan trascender a través de las desgracias de estos países incivilizados. Se llevan grandes chascos. La amabilidad y liberalidad de los pueblos sudamericanos es inmensa.
El tema es que le hicimos caso al franchute y nos embarcamos en una travesía increíble.
Salimos de Cusco temprano, en un micro que nos llevaría hasta un pueblo llamado Santa María o Santa Marta. Si el viaje en avión me había causado temor, este fue infinitamente superior. La odisea nos llevó casi un día; las carreteras se enredaban entre las montañas; el micro coleaba sobre los precipicios. En determinado momento, el bondi no pudo avanzar por el peso y los hombres debieron seguir el trayecto a pie, escalando, corriendo. Entre la falta de aire por la altura y el asma, mi compañero dejó en ese viajecito el corazón.
Al llegar al pueblo, nos subimos a un jeep, con otros turistas que querían también llegar a las ruinas sin gastar fortuna. Esa camioneta, que funcionaba con colectivo, nos dejó en la entrada de una toma de agua o algo así, ya no recuerdo, junto a las vías del tren que tenía su estación en Aguascalientes, el pueblo que está debajo de Machu Picchu. Empezamos a caminar, sin tener mayor idea de hacia donde debíamos dirigirnos. No era difícil, debíamos simplemente seguir las vías del tren. A uno de los costados, aunque nunca era el mismo costado, se escuchaba el agua correr raudamente.
El problema comenzó cuando se fue la luz. Llegó la noche y no contábamos con más linterna que la pantalla de la cámara de fotos a punto de quedarse sin pilas. Avanzábamos a tientas, sintiendo todo el tiempo el murmullo del agua a uno de los costados, atravesando puentes que no podíamos ver o escuchando ruidos extraños que magnificaban el terror. En determinado momento, el ruido extraño se transformó en pitido ensordecedor y nuestra lucecita se opacó con el potente foco del tren que avanzaba hacia nosotros sin vernos.
Habiendo superado el temor y la soledad, llegamos a una casa, en las afueras de Aguascalientes. Un paisano salvador nos guió con su linterna todo el trecho que faltaba.
Dormimos en Aguascalientes, un pueblo muy paquete, sumamente ideado para la llegada de los visitantes. A la mañana siguiente, pagamos el micro, el ingreso a las ruinas y alguna otra cosita que seguramente no recurdo. Saladito.
Parecía que habíamos concluido la meta del viaje y este había llegado a su fin.
domingo
Perú (1° Parte)
Durante las vaciones de invierno del 2008, con mi compañero decidimos ir a Perú. En realidad, él lo decidió y se encargó de la organización y los pasajes. A mí me tocó el dinero, los soles, esos grandes billetes fragantes y coloridos, artísticos. La primera impresión es la que cuenta y salí de la casa de cambio con la alegría resoluta del que se siente libre porque ya no tiene dinero.
Nos fuimos.
Primera vez en avión. Primer miedo real. Esa sensación de estar al filo de la muerte, sin escapatoria; sobre la muerte, porque en realidad el fin siempre está en la tierra. Increíbles imágenes. Pero más increíble fue penetrar esa masa gaseosa gris que coronaba la ciudad de Lima. Aterrizamos a salvo y también al regreso, si no, no estaría contando esto.
Lima me desagradó. Quizás por el sueño, por el miedo vivido recientemente. Tal vez por el hecho de que no teníamos reservado ningún alojamiento. También pudo haber sido el avasallamiento al que nos vimos expuestos cuando un taxista se abalanzó tratando de convencernos de algo. Ante la soledad y la inmensidad del aeropuerto, decidimos seguir a ciegas al tachero. Y no era ningún gil. Ni tampoco un aprovechador de turistas. Nos llevó raudamente hacia Miraflores, una ciudad limeña paradisíaca, turística, un Inka's Market bastante desolador, puesto que esperábamos las ruinas, la historia, la conquista. Y, en cambio, nos encontramos con una moderna ciudad generada y violada por el capitalismo.
Nos alojamos sin problemas en un hotel cuyo dueño se encargó de hacernos llegar a Cusco.
De los días en Miraflores nos quedaron recuerdos muy agradables, libertad, mercados enteros de artesanías pintorescas exclusivas para turistas, comidas abundantes y baratas en un restaurante al que asistían los nativos en su hora de almuerzo y un cajón peruano. Pero también nos quedó la sensación de no haber visitado el verdadero Perú.
Nos fuimos.
Primera vez en avión. Primer miedo real. Esa sensación de estar al filo de la muerte, sin escapatoria; sobre la muerte, porque en realidad el fin siempre está en la tierra. Increíbles imágenes. Pero más increíble fue penetrar esa masa gaseosa gris que coronaba la ciudad de Lima. Aterrizamos a salvo y también al regreso, si no, no estaría contando esto.
Lima me desagradó. Quizás por el sueño, por el miedo vivido recientemente. Tal vez por el hecho de que no teníamos reservado ningún alojamiento. También pudo haber sido el avasallamiento al que nos vimos expuestos cuando un taxista se abalanzó tratando de convencernos de algo. Ante la soledad y la inmensidad del aeropuerto, decidimos seguir a ciegas al tachero. Y no era ningún gil. Ni tampoco un aprovechador de turistas. Nos llevó raudamente hacia Miraflores, una ciudad limeña paradisíaca, turística, un Inka's Market bastante desolador, puesto que esperábamos las ruinas, la historia, la conquista. Y, en cambio, nos encontramos con una moderna ciudad generada y violada por el capitalismo.
Nos alojamos sin problemas en un hotel cuyo dueño se encargó de hacernos llegar a Cusco.
De los días en Miraflores nos quedaron recuerdos muy agradables, libertad, mercados enteros de artesanías pintorescas exclusivas para turistas, comidas abundantes y baratas en un restaurante al que asistían los nativos en su hora de almuerzo y un cajón peruano. Pero también nos quedó la sensación de no haber visitado el verdadero Perú.
sábado
El viaje del caracol
El caracol es un molusco gasterópodo pulmonado pero eso él no lo sabe. Él conoce de hojas, de pasto, de rocío, de animales peligrosos, de caminar lentamente, aunque algunos le llamen arrastrarse. No conoce de apuros y disfruta del día y de la noche ya que para él no hay tiempo indicado con números horribles.
En mi jardín de la infancia, vivían tres caracoles a los que nunca les puse nombre porque eran muy parecidos. En muchas ocasiones, quise investigar sus costumbres pero siempre concluyó por vencerme el aburrimiento.
Cuando me acercaba a cualquiera de ellos, hacía crecer sus antenas y los otros dos aparecían por los alrededores, como si se estuviesen aprestando para la defensa.
Jamás se me ocurrió encerrarlos porque imaginaba una vida denro de un tarro o una pecera y me sofocaba.
Sigo. Se cuidaban entre ellos, aunque el resto del día estuviesen separados, alejados, cada uno pegado a su hojita, a la pared verdosa que habían elegido o en cualquier hueco húmedo.
Una vez, uno de ellos, cualquiera de ellos, desapareció durante un tiempo. Fue una semana, quizás un poco más. Los otros mantuvieron sus costumbres como si siempre hubiesen sido dos.
Y así fue como se me ocurrió esta historia, en un intento por explicar o justificar dicha desaparición.
El caracol, cansado de la monotonía y el contexto inmutable, decidió viajar. Evidentemente, la idea de viaje en un caracol es muy diferente a la que tenemos nosotros. Ni siquiera cruzó la calle.
La primera parada fue en el jardín del vecino cuyo cerezo asomaba sus ramas a la calle. El problema es que el árbol atraía a un número contundente de mirlos que se encargaban de picotear las hojas y al caracol que estaba sobre una de ellas.
Decidió escapar de aquellos pájaros negros y se dirigió al jardín siguiente. Allí se encontró con unas plantas muy apetecibles. Pero dicho edén, que crecía de manera irregular tal cual ordenaba la madre naturaleza, estaba ya gobernado por un vinagrero o cárabo dorado, como le llaman los médicos. Y ese bicho es, de por sí, un enemigo acérrimo del caracol que no dudó en huir velozmente del lugar.
Le siguió el jardín más espectacular de la cuadra, casi un laberinto de distintas especies planeado por un arquitecto, un amante de la botánica. Pero este señor tanto quería a sus plantas que odiaba a todo insecto, gusano, bicho, bicharraco y demás que las afease. Por lo tanto, utilizaba cualquier producto insecticida venenoso que pudiese terminar con las plagas sin hacer daño a su hermosas flores palaciegas. Así que el caracol, apenas hubo pisado el terreno comenzó a sentir los vahídos propios de las sustancias tóxicas. Incluso las plantas que había probado sabían diferentes de todas las anteriores.
Así que siguió su camino e ingresó en el último jardín de la manzana. Dentro, vivía una anciana que había descuidado el lugar. Las plantas agonizaban en macetas, pudriéndose a la sombra o quemándose al sol. Pocas tenían verde y las que lo conservaban aún presentaban el tinte marrón en las raíces propio del cese completo de la vida. Una tristeza.
Finalmente, después de aquella vueltita, el caracol volvió a casa, a sus amigos caracoles que ni se inmutaron con su regreso como si siempre hubiesen sido tres.
En mi jardín de la infancia, vivían tres caracoles a los que nunca les puse nombre porque eran muy parecidos. En muchas ocasiones, quise investigar sus costumbres pero siempre concluyó por vencerme el aburrimiento.
Cuando me acercaba a cualquiera de ellos, hacía crecer sus antenas y los otros dos aparecían por los alrededores, como si se estuviesen aprestando para la defensa.
Jamás se me ocurrió encerrarlos porque imaginaba una vida denro de un tarro o una pecera y me sofocaba.
Sigo. Se cuidaban entre ellos, aunque el resto del día estuviesen separados, alejados, cada uno pegado a su hojita, a la pared verdosa que habían elegido o en cualquier hueco húmedo.
Una vez, uno de ellos, cualquiera de ellos, desapareció durante un tiempo. Fue una semana, quizás un poco más. Los otros mantuvieron sus costumbres como si siempre hubiesen sido dos.
Y así fue como se me ocurrió esta historia, en un intento por explicar o justificar dicha desaparición.
El caracol, cansado de la monotonía y el contexto inmutable, decidió viajar. Evidentemente, la idea de viaje en un caracol es muy diferente a la que tenemos nosotros. Ni siquiera cruzó la calle.
La primera parada fue en el jardín del vecino cuyo cerezo asomaba sus ramas a la calle. El problema es que el árbol atraía a un número contundente de mirlos que se encargaban de picotear las hojas y al caracol que estaba sobre una de ellas.
Decidió escapar de aquellos pájaros negros y se dirigió al jardín siguiente. Allí se encontró con unas plantas muy apetecibles. Pero dicho edén, que crecía de manera irregular tal cual ordenaba la madre naturaleza, estaba ya gobernado por un vinagrero o cárabo dorado, como le llaman los médicos. Y ese bicho es, de por sí, un enemigo acérrimo del caracol que no dudó en huir velozmente del lugar.
Le siguió el jardín más espectacular de la cuadra, casi un laberinto de distintas especies planeado por un arquitecto, un amante de la botánica. Pero este señor tanto quería a sus plantas que odiaba a todo insecto, gusano, bicho, bicharraco y demás que las afease. Por lo tanto, utilizaba cualquier producto insecticida venenoso que pudiese terminar con las plagas sin hacer daño a su hermosas flores palaciegas. Así que el caracol, apenas hubo pisado el terreno comenzó a sentir los vahídos propios de las sustancias tóxicas. Incluso las plantas que había probado sabían diferentes de todas las anteriores.
Así que siguió su camino e ingresó en el último jardín de la manzana. Dentro, vivía una anciana que había descuidado el lugar. Las plantas agonizaban en macetas, pudriéndose a la sombra o quemándose al sol. Pocas tenían verde y las que lo conservaban aún presentaban el tinte marrón en las raíces propio del cese completo de la vida. Una tristeza.
Finalmente, después de aquella vueltita, el caracol volvió a casa, a sus amigos caracoles que ni se inmutaron con su regreso como si siempre hubiesen sido tres.
RÓTULOS
Relatos infundamentales
Vacaciones de viejos
Villa Gesell tiene un atractivo difícil de explicar. Alguna vez, alguien me dijo que había que sentirlo más que verlo. Más allá de que me cuesta creer en esa sensibilidad, algo de eso hay. Si no, no se entiende la fascinación con que algunos la vivimos.
No deja de ser una ciudad balnearia, con su turismo avasallante y peligroso. Un poco más pretenciosa y exclusiva que la popular Mar del Plata; bastante menos paqueta que Cariló u Ostende, Villa Gesell tiene su gente, a la que uno se cruza cada verano en las calles. Y aquel que la visitó en invierno sabe que, si bien ciertas cosas cambian, la belleza sigue ahí, en las calles sinuosas, en las casas alpinas de la zona norte, en las playas enormes fuera del centro.
Sin embargo, desde hace algunos años, el fraudulento desamorado acarrea hacia la Villa el producto de su desamor. No cuidarla nos va a traer ingentes prejuicios que desconocemos. Ya fue víctima de edificios y balnearios. Ahora, son los jóvenes, esas pandillas parasitarias y destructivas que hacen añicos la belleza del lugar.
Se entiende que la juventud está a merced del disfrute inmediato y más que nunca su actitud es punk porque ni siquiera hay protesta. Los jóvenes no se quejan, ni siquiera desean divertirse, solo esperan sucumbir. O hacer que las cosas sucumban. No tienen ningún interés en recorrer calles o conocer gente. Solo esperan poder gritar, golpear, destruir.
Pleno enero es un caos y no de gente que recorre la 3 gastando plata a lo loco y alimentando la Villa que se adormecerá con el fin de la temporada. Es un caos de jóvenes que toman todo lo que pueden tomar, gritan todo lo que sus gargantas les permitan y cantan fervientes: "La concha de tu madre All Boys". Y el problema real no es este, porque uno alguna vez fue joven y entiende que deseen divertirse de una manera extrovertida, invitando incluso a aquellos que no quieren divertirse. El tema es que la jodita de los nenes destruye. Buscan todo el tiempo provocar, armar grescas, pelearse. Por cualquier motivo. Le gritan a uno que pasa con la novia: "Demasiado pan para ese salame". Y, si bien puede causar gracia, concluye por generar tristeza. Ese pibe, agitado por la bandita, queda entre la espada y la pared; entre el oprobio de ser el salame de su novia o ser el salame cagado a palos por un conjunto de boludos.
Y, además, estos mismos boludos se encargan de defenestrar a las mujeres que, en su salsa y sintiéndose divas, se exponen, ebrias de alcohol y de estrellato, a comentarios del tipo: "Adiós....pedile que te pague el slim, gorda" o "Mirá esa zanja y yo sin las botas".
La Villa se convirtió en un lugar en el que prima el descontrol de una juventud necesitada de intereses, de paz, de descubrimientos, y la falta de respeto entre ellos.
Una pena.
No deja de ser una ciudad balnearia, con su turismo avasallante y peligroso. Un poco más pretenciosa y exclusiva que la popular Mar del Plata; bastante menos paqueta que Cariló u Ostende, Villa Gesell tiene su gente, a la que uno se cruza cada verano en las calles. Y aquel que la visitó en invierno sabe que, si bien ciertas cosas cambian, la belleza sigue ahí, en las calles sinuosas, en las casas alpinas de la zona norte, en las playas enormes fuera del centro.
Sin embargo, desde hace algunos años, el fraudulento desamorado acarrea hacia la Villa el producto de su desamor. No cuidarla nos va a traer ingentes prejuicios que desconocemos. Ya fue víctima de edificios y balnearios. Ahora, son los jóvenes, esas pandillas parasitarias y destructivas que hacen añicos la belleza del lugar.
Se entiende que la juventud está a merced del disfrute inmediato y más que nunca su actitud es punk porque ni siquiera hay protesta. Los jóvenes no se quejan, ni siquiera desean divertirse, solo esperan sucumbir. O hacer que las cosas sucumban. No tienen ningún interés en recorrer calles o conocer gente. Solo esperan poder gritar, golpear, destruir.
Pleno enero es un caos y no de gente que recorre la 3 gastando plata a lo loco y alimentando la Villa que se adormecerá con el fin de la temporada. Es un caos de jóvenes que toman todo lo que pueden tomar, gritan todo lo que sus gargantas les permitan y cantan fervientes: "La concha de tu madre All Boys". Y el problema real no es este, porque uno alguna vez fue joven y entiende que deseen divertirse de una manera extrovertida, invitando incluso a aquellos que no quieren divertirse. El tema es que la jodita de los nenes destruye. Buscan todo el tiempo provocar, armar grescas, pelearse. Por cualquier motivo. Le gritan a uno que pasa con la novia: "Demasiado pan para ese salame". Y, si bien puede causar gracia, concluye por generar tristeza. Ese pibe, agitado por la bandita, queda entre la espada y la pared; entre el oprobio de ser el salame de su novia o ser el salame cagado a palos por un conjunto de boludos.
Y, además, estos mismos boludos se encargan de defenestrar a las mujeres que, en su salsa y sintiéndose divas, se exponen, ebrias de alcohol y de estrellato, a comentarios del tipo: "Adiós....pedile que te pague el slim, gorda" o "Mirá esa zanja y yo sin las botas".
La Villa se convirtió en un lugar en el que prima el descontrol de una juventud necesitada de intereses, de paz, de descubrimientos, y la falta de respeto entre ellos.
Una pena.
lunes
Va a sonar a perogrullada, pero ser padre es una tarea muy difícil. Como la de minero, uno se introduce en una cueva oscura con una pequeña linterna que son las experiencias narradas pero que de nada sirven ante lo ignoto que cada curva o vida representa. Ahora, de esa cueva se pueden extraer piedras preciosas, materiales nobles. O también, uno puede picar durante años en una piedra obsoleta, inviolable, inútil. Un hijo puede ser comparado con esa cueva. Qué sé yo.
A estas reflexiones infructuosas me llevaron unos amigos que tuvieron hace algunos cuantos años a su primera hija. Y última, por cierto.
No hay culpables en esta historia y tampoco hay final feliz, por lo menos no acá.
La hija de este matrimonio nació tan vistosa y tan perfecta que, en poco tiempo, fue reina sin haber sido princesa. Y así empieza el dilema. Si bien sus padres eran personas capaces y calculaban el daño, la niña no obtenía una negación como respuesta aunque su capricho implicara el extenuante sometimiento de sus progenitores a un sinfín de vejaciones.
Así fue como, un día cualquiera, el padre y la niña caminaban por una avenida cualquiera de la Capital Federal, pongamos Caseros, y a la endemoniada se le antojó una muñeca que se negaba tranquila en una vidriera. El padre quiso evitar las manchas púrpuras y el alarido de la criatura, porque encima de todo la niña tenía unas mañas ineluctables, entonces compró la muñeca, muy a pesar de su bolsillo.
No era un juguete cualquiera, tenía mucho cabello extrañamente dorado, un hermoso vestidito rosa y dos ojos alelados, casi humanos, que se abrían y se cerraban a medida que su dueña la meciese. Era un primor y supongo que eso encabronó a la tirana que, al poco tiempo, le había dejado la mollera como una bola, los ojos inutilizados y le había escrito en todo el cuerpo un sinnúmero de mensajes indescifrables, evidentemente demoníacos.
El padre, pobre hombre, tratando de remediar el horror y la pérdida, decidió vender la muñeca a una casa de restauración de juguetes, aunque nunca recuperó ni remotamente lo invertido. Por otro lado, la nena ni se mosqueó por la desaparición, tan acostumbrada como estaba a suplir una cosa por otra y a que nada tuviese un valor y menos simbólico.
Y aunque debería terminar el relato porque la idea del perjuicio que los padres dóciles acarrean a sus hijos está expuesta, la historia no termina acá ya que, además de todo, parece que no existe tal cosa como la justicia poética y evidentemente la vida no conoce de leyes del Talión ni de ningún otro tipo.
Un tiempo después, olvidada por otras histerias la anécdota de la muñeca, la madre de la niña, siguiendo el camino trazado por el destino de madre sumisa y amorosa, iba caminando junto a su hija por una avenida cualquiera, podría bien tratarse de Monroe. A pesar de lo que podría esperarse, la nena ese día parecía satisfecha y feliz, que es lo mismo. Ya conversaba tan abiertamente que no tuvo problemas en comunicar que deseaba esa muñeca que descansaba alelada, con sus ojos casi humanos, su extraña cabellera dorada y su vestidito rosado en la vidriera de aquella casa de restauración de muñecos maltratados.
A estas reflexiones infructuosas me llevaron unos amigos que tuvieron hace algunos cuantos años a su primera hija. Y última, por cierto.
No hay culpables en esta historia y tampoco hay final feliz, por lo menos no acá.
La hija de este matrimonio nació tan vistosa y tan perfecta que, en poco tiempo, fue reina sin haber sido princesa. Y así empieza el dilema. Si bien sus padres eran personas capaces y calculaban el daño, la niña no obtenía una negación como respuesta aunque su capricho implicara el extenuante sometimiento de sus progenitores a un sinfín de vejaciones.
Así fue como, un día cualquiera, el padre y la niña caminaban por una avenida cualquiera de la Capital Federal, pongamos Caseros, y a la endemoniada se le antojó una muñeca que se negaba tranquila en una vidriera. El padre quiso evitar las manchas púrpuras y el alarido de la criatura, porque encima de todo la niña tenía unas mañas ineluctables, entonces compró la muñeca, muy a pesar de su bolsillo.
No era un juguete cualquiera, tenía mucho cabello extrañamente dorado, un hermoso vestidito rosa y dos ojos alelados, casi humanos, que se abrían y se cerraban a medida que su dueña la meciese. Era un primor y supongo que eso encabronó a la tirana que, al poco tiempo, le había dejado la mollera como una bola, los ojos inutilizados y le había escrito en todo el cuerpo un sinnúmero de mensajes indescifrables, evidentemente demoníacos.
El padre, pobre hombre, tratando de remediar el horror y la pérdida, decidió vender la muñeca a una casa de restauración de juguetes, aunque nunca recuperó ni remotamente lo invertido. Por otro lado, la nena ni se mosqueó por la desaparición, tan acostumbrada como estaba a suplir una cosa por otra y a que nada tuviese un valor y menos simbólico.
Y aunque debería terminar el relato porque la idea del perjuicio que los padres dóciles acarrean a sus hijos está expuesta, la historia no termina acá ya que, además de todo, parece que no existe tal cosa como la justicia poética y evidentemente la vida no conoce de leyes del Talión ni de ningún otro tipo.
Un tiempo después, olvidada por otras histerias la anécdota de la muñeca, la madre de la niña, siguiendo el camino trazado por el destino de madre sumisa y amorosa, iba caminando junto a su hija por una avenida cualquiera, podría bien tratarse de Monroe. A pesar de lo que podría esperarse, la nena ese día parecía satisfecha y feliz, que es lo mismo. Ya conversaba tan abiertamente que no tuvo problemas en comunicar que deseaba esa muñeca que descansaba alelada, con sus ojos casi humanos, su extraña cabellera dorada y su vestidito rosado en la vidriera de aquella casa de restauración de muñecos maltratados.
RÓTULOS
Relatos infundamentales
jueves
La fuerza del cocodrilo
En la selva, aunque no puedas creerlo, todos los animales jugaban y se divertían unos con otros sin que existieran mayores conflictos.
Sin embargo, ahora, nadie quiere jugar con el cocodrilo. El cocodrilo tiene totalmente prohibido jugar con los demás.
Los animales lo desprecian porque, según ellos, es un animal temible y torpe.
Parece que un día, los monos y los lemures estaban jugando a una especie de volley. El cocodrilo, desde el agua, observaba atentamente el partido sin entender nada de lo que pasaba en aquel campo de juego.
En cierto momento, uno de los simios le arrojó a un lemur la pelota, pero este no supo calcular la distancia y brincó tan alto que la pelota siguió su curso, golpeó contra una roca, rebotó en una rama y cayó con un estruendo en medio del arroyuelo donde vivía el cocodrilo. Este quiso hacer amistad y, aunque no tenía idea de como se jugaba a semejante juego extraño, atrapó la pelota con sus dientes y psssss....la pelota se pinchó. Los animales que estaban jugando no dijeron nada y, desilusionados, se alejaron del lugar.
Así fue como, por intentar meterse en el juego de los demás sin conocer las reglas ni sus propias capacidades, fue despreciado consuetudinariamente.
Sin embargo, ahora, nadie quiere jugar con el cocodrilo. El cocodrilo tiene totalmente prohibido jugar con los demás.
Los animales lo desprecian porque, según ellos, es un animal temible y torpe.
Parece que un día, los monos y los lemures estaban jugando a una especie de volley. El cocodrilo, desde el agua, observaba atentamente el partido sin entender nada de lo que pasaba en aquel campo de juego.
En cierto momento, uno de los simios le arrojó a un lemur la pelota, pero este no supo calcular la distancia y brincó tan alto que la pelota siguió su curso, golpeó contra una roca, rebotó en una rama y cayó con un estruendo en medio del arroyuelo donde vivía el cocodrilo. Este quiso hacer amistad y, aunque no tenía idea de como se jugaba a semejante juego extraño, atrapó la pelota con sus dientes y psssss....la pelota se pinchó. Los animales que estaban jugando no dijeron nada y, desilusionados, se alejaron del lugar.
Así fue como, por intentar meterse en el juego de los demás sin conocer las reglas ni sus propias capacidades, fue despreciado consuetudinariamente.
RÓTULOS
Relatos infundamentales
miércoles
La lluvia
La lluvia me trae recuerdos de la infancia, de cuando íbamos a Beguerie y cerraban los caminos.
Después, se murieron mis parientes o se fueron del pueblo a otro pueblo. Y ya no llovió más. O llovía igual, pero ya no cerraron los caminos. O sí los cerraban.
La cosa es que cerraron el ferrocarril y ahí se murió el pueblo y ya no hubo caminos para embarrar.
La pasábamos muy bien.
Después, se murieron mis parientes o se fueron del pueblo a otro pueblo. Y ya no llovió más. O llovía igual, pero ya no cerraron los caminos. O sí los cerraban.
La cosa es que cerraron el ferrocarril y ahí se murió el pueblo y ya no hubo caminos para embarrar.
La pasábamos muy bien.
RÓTULOS
Digresiones
jueves
La vida no tiene sentido
Las cosas que hacemos, que pensamos, sentimos, no tienen el grandísimo valor que les otorgamos o que les otorgan otros por nosotros. Sé que voy a sufrir cuando algún ser muy querido fallezca pero, al instante, voy a querer ir al bañoo bostezar. Aunque no quiera dormir o quiera no comer, al final voy a concluir por ceder a la fuerza natural. Y esa fuerza que se repite a diario, me da la pauta de la estupidez de todas las cosas. Y si yo le imprimo, para variar la cotidianeidad, un toque de locura, me tiño el cabello, me compro el último modelo de algo, me voy de viaje con mi mochila, son todos hechos que, en sí mismos, llevan el sinsentido de la existencia.
Allá, en la muerte, todos esos gustos, placeres, experiencias vividas, aprendizajes, desconocimientos, no le importarán a nadie y menos a mí.
Por lo tanto, ante la pregunta acerca del por qué de las cosas, la respuesta es porque se me canta, porque no me queda otra, porque es lo que hay. Y si quedara otra, sería tan estúpida como esta.
Buscaré la felicidad, sí, pero sin negar que es tan efímera como el dolor, que miles de otras felicidades me quedan vedadas por esa elección, que no conoceré nunca la verdad de las cosas, de mí misma, de nada.
De esta manera, pierde peso el valor de la vida, todo lo que tengo, lo que soy, aquello en lo que la sociedad me ha convertido, no significan nada. Porque a su vez significan todas las cosas que ya no seré, que nunca tendré.
¿Cuál es el sentido de la vida, entonces? Ninguno.
Por eso, cualquier cosa le otorga sentido a la existencia. Encontrarse una piedra, encender una luz o un cigarrillo, oler una flor. Esas cosas son y son lo que no son.
Probablemente, no sea así como digo.
Allá, en la muerte, todos esos gustos, placeres, experiencias vividas, aprendizajes, desconocimientos, no le importarán a nadie y menos a mí.
Por lo tanto, ante la pregunta acerca del por qué de las cosas, la respuesta es porque se me canta, porque no me queda otra, porque es lo que hay. Y si quedara otra, sería tan estúpida como esta.
Buscaré la felicidad, sí, pero sin negar que es tan efímera como el dolor, que miles de otras felicidades me quedan vedadas por esa elección, que no conoceré nunca la verdad de las cosas, de mí misma, de nada.
De esta manera, pierde peso el valor de la vida, todo lo que tengo, lo que soy, aquello en lo que la sociedad me ha convertido, no significan nada. Porque a su vez significan todas las cosas que ya no seré, que nunca tendré.
¿Cuál es el sentido de la vida, entonces? Ninguno.
Por eso, cualquier cosa le otorga sentido a la existencia. Encontrarse una piedra, encender una luz o un cigarrillo, oler una flor. Esas cosas son y son lo que no son.
Probablemente, no sea así como digo.
martes
Actualizar
Hace un tiempo la manera más efectiva de introducir a los jóvenes en la fantasía de un mundo mejor, de una justicia efectiva, de una gloria nacional, de la belleza, el amor, la fraternidad, la paz, eran los cuentos folclóricos, populares, anacrónicos, memorables. Enseñanzas, mensajes, estilos de vida, valores, todo se reflejaba en aquellos cuentos que se transmitían oralmente y de los que nadie podía escapar. Incluso la persona más lega había oído y conservaba en la memoria alguna de esas historias. El poder de aquellos pequeños discursos repetitivos y formulistas residía, justamente, en la imposibilidad de olvidarlos.
Hoy, la actualidad nos depara otras formas más veloces de aspirar a la paz y la felicidad. Hoy, todos tenemos la posibilidad de construir nuestro propio cuento tradicional. Hoy, nuestro mundo se actualiza al apretar una tecla, se guarda en una carpeta, se conserva en memorias virtuales; nuestras ideologías se plasman en una pantalla. Ya no hay una única princesa a la que le sucede el milagro. Cada uno de nosotros se transforma hoy en un cuento. Por eso, ya no se conserva la costumbre de la lectura. Por eso, estamos tan pendientes de nuestro contacto con el mundo global. Al masificarse el protagonista del relato tradicional, su valor se dispersa. Ya no hay héreos o antihéroes, ahora hay nicks, usernames, avatares, fakes, nadie es o existe, nadie está realmente. El cuento tradicional muere para darle paso a la falsificación de uno mismo. Ya no se alcanza la gloria a través del otro, sino a través de la autocreación, del rehacerse a uno mismo, reinventarse como protagonista de su propio relato folclórico.
Hoy, la actualidad nos depara otras formas más veloces de aspirar a la paz y la felicidad. Hoy, todos tenemos la posibilidad de construir nuestro propio cuento tradicional. Hoy, nuestro mundo se actualiza al apretar una tecla, se guarda en una carpeta, se conserva en memorias virtuales; nuestras ideologías se plasman en una pantalla. Ya no hay una única princesa a la que le sucede el milagro. Cada uno de nosotros se transforma hoy en un cuento. Por eso, ya no se conserva la costumbre de la lectura. Por eso, estamos tan pendientes de nuestro contacto con el mundo global. Al masificarse el protagonista del relato tradicional, su valor se dispersa. Ya no hay héreos o antihéroes, ahora hay nicks, usernames, avatares, fakes, nadie es o existe, nadie está realmente. El cuento tradicional muere para darle paso a la falsificación de uno mismo. Ya no se alcanza la gloria a través del otro, sino a través de la autocreación, del rehacerse a uno mismo, reinventarse como protagonista de su propio relato folclórico.
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